@Brimi_enana Para el Concurso de relatos AU.

[Hospital St. Elizabeth. 29 de enero]


-Aguanta…Joder, Myriam, aguanta…-murmuraba una y otra vez Hugh junto a la camilla. En ella, atada fuertemente con correas, una mujer menuda de oscuros cabellos convulsionaba violentamente, vestida con un camisón del hospital. La joven giró la cabeza para mirarle, luchando con todas sus fuerzas contra las sacuddidas, con una expresión de infinito agotamiento, la frente perlada de sudor. Sus ojos, antaño de un vibrante azul pálido, ahora estaban velados en tono blanquecino, levemente verdoso. Le palpitaban las sienes con fuerza y respiraba agitadamente. Tomó aire para hablar, y lo hizo a trompicones:
-Déjalo… Sabes lo que ocurrirá… Mátame antes de… -se le quebró la voz a media frase-. No dejes que me convierta en…uno de ellos... -jadeó con esfuerzo, suplicante. Su voz sonaba algo distorsionada y más grave, rota por el cansancio y la enfermedad que la devoraba por dentro.
Hugh se arremangó las mangas de la camisa y mojó una esponja en una palangana de agua fresca, de la poca que aún quedaba en el depósito. Con extremo cuidado, acarició con ella la frente febril de la joven, que súbitamente comenzó a chillar como si el contacto con el agua le quemase. Aquel era otro síntoma más. Hugh apretó los dientes y continuó intentando bajarle la fiebre, aunque sabía que era cuestión de unos días que el sistema nervioso de Myriam colapsase. Así ocurría con todos. No, no podía pasarle lo mismo a ella. A ella no.
-El Doctor Owen ya está trabajando en la cura –dijo, intentando aparentar firmeza-. Así que deja de decir gilipolleces, ¿vale?, te pondrás bien. Pero tienes que ser una chica valiente y aguantar- dijo, mientras volvía a sumergir la esponja en el agua.
Myriam cerró los ojos. Su cuerpo sufrió otra convulsión.
-Duele…mucho… -susurró-. Que acabe ya…por favor…
-No hables. Reserva tus fuerzas.
Hugh apoyó de nuevo la esponja sobre su frente. Myriam soltó otro alarido.
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Nadie sabía a ciencia cierta cuál había sido el origen de la infección. A nadie le sorprendieron en junio las noticias sobre violencia callejera en los suburbios de Camden, Nueva Jersey. Era una zona problemática, todos lo sabían. Cada día moría gente en sus calles. Pero cuando la ola de violencia empezó a afectar a los barrios más acaudalados, cuando avanzó hacia Nueva York, cuando personas que siempre habían tenido un comportamiento ejemplar comenzaron a mostrar signos de extrema agresividad, a atacar a otros, que a su vez adoptaban aquel extraño comportamiento y dejaban de reconocer a sus seres queridos salvo para atacarlos y mutilarlos horriblemente, el Gobierno no pudo ocultar la situación por más tiempo. Primero se consideró una mutación virulenta del virus de la Rabia. Sin embargo, los rumores sobre experimentación gubernamental sobre seres humanos de los barrios pobres, que nadie echaría de menos, pronto corrieron como la pólvora. Se declaró el Estado de Emergencia, el Ejército salió a la calle. Pero para entonces la batalla estaba perdida. Cada baja en el bando humano pasaba a las filas de aquellas criaturas. Y la infección siguió propagándose. Cientos de soldados se pegaron un tiro a sí mismos con tal de no tener que disparar contra los que antes habían sido miembros de su familia. Los civiles, desesperados y abandonados a su suerte, asaltaron los centros comerciales para aprovisionarse. Miles de aquellas personas encontraron la muerte al hacerlo; unas, asesinadas por sus propios vecinos; otras, infectadas al aventurarse a salir de sus refugios.
El distrito de Manhattan, en Nueva York y vecina a Nueva Jersey, fue la primera zona en colapsar por completo. Al haberse detenido las bombas que achicaban el agua de sus manantiales subterráneos, el Metro se había inundado, y el agua y las explosiones derivadas de ello corroían los cimientos de los edificios. En pocas semanas se habían derrumbado varios de ellos. El agua salía de cada alcantarilla, de cada boca de Metro. En ocasiones salía de ellas a flote algún cadáver. Mucha gente se refugió en sus túneles durante los primeros días tras la confirmación de la Plaga, ignorantes del peligro de inundación. Posiblemente aquella muerte era la menos terrible a la que se podía aspirar.
La Plaga se propagó con virulencia por EEUU, y más velozmente aún por Centroamérica y Sudamérica. En pocas semanas, los barcos de refugiados que huían del continente provocaron sin pretenderlo que la infección atravesase el Atlántico y continuase extendiéndose por Europa, África y Asia. Con Oceanía se perdió la comunicación, aunque se temió que hubiese ocurrido lo mismo.

Y después de semanas de gritos de terror y alaridos infrahumanos, llegó el Silencio.

El Silencio era aún peor que los gritos.
Desde el Gobierno dejaron de llegar avisos y recomendaciones de seguridad para los ciudadanos. No había nadie para enviarlos, ni nadie para escucharlos. No había electricidad, salvo la energía residual que seguía fluyendo de las centrales abandonadas sin más, mientras no había nadie para controlar su funcionamiento. El suministro era mínimo, pero no había mucha gente que lo utilizase, de modo que era suficiente. Aun así, los cortes e intermitencias de luz eran frecuentes.
Sí, había silencio. Las calles de las grandes ciudades estaban muertas, pero no vacías. Por ellas, entre los vapores de las alcantarillas colapsadas, deambulaban con paso vacilante y enfermizo aquellos seres, que hasta los más escépticos habían terminado por denominar “zombies”. Hombres, mujeres y niños; humanos y animales. Centenares de miles de ellos, desgarrados, cubiertos de sangre seca y vísceras. Arrastrando sus extremidades a medio descomponer. Ignorantes de su propia condición, sin recordar quiénes habían sido. Vagando en busca de nuevas víctimas contra las que descargar la ira que sentían sin saber por qué. Sin comer, sin beber, sin descanso. Dejando pudrir sin más sus cuerpos muertos, sus tejidos enfermos. El olor a putrefacción era insoportable.
Entre los pocos supervivientes, en susurros, se comentaba que en Alaska había varios reductos de supervivientes, ocultos en el hielo; pero si alguien había conseguido llegar hasta allí, no había vuelto para confirmarlo. Ni volverían en auxilio de los que quedaban atrás. Los que seguían en terreno infectado, sabían que su lucha por la supervivencia era una lucha sin esperanza.
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[Hospital St. Elizabeth. 20 de enero]

232 millas al sur de la Zona Cero de la epidemia, se encontraba Washington DC. Y allí se erigía, con líneas sobrias, el St. Elizabeth’s Hospital. Antiguamente un sanatorio mental, el edificio tenía muros firmes y ventanas aseguradas con barrotes de acero, que en su momento impidieron que ningún enfermo escapase. Los gritos de desesperación y sufrimiento que de allí salieron durante décadas provocaron que aun cuando se reformó y convirtió en hospital, muchos supersticiosos evitasen cruzar sus puertas y pidiesen que les destinasen a otros hospitales. Pero cuando La Plaga se extendió, su férrea estructura lo transformó de edificio maldito en refugio, uno de los pocos puntos de la ciudad que resistieron la oleada. Ahora, los gritos y golpes provenían del lado de fuera de sus puertas y ventanas. Los zombies se apretaban contra ellas, arañándolas violentamente con las manos desnudas hasta desollarse los dedos. Pero aunque las puertas de acero forjado crujían, no podían entrar. No aún.
Decenas de personas guardaban un temeroso silencio, sentadas en el suelo por los pasillos, arropadas en mantas. No había habitaciones suficientes para todos, pues el hospital ya tenía casi todas sus camas ocupadas cuando la infección comenzó a propagarse.
Del personal del hospital no quedaban demasiados con vida. Owen Deafstone, afamado médico y Gerente del centro, y los dos estudiantes aventajados en prácticas, Hugh Bane y Myriam Green, eran tres de ellos. Owen y Hugh no disponían de mucho tiempo para atender a los pacientes y refugiados, ya que con frecuencia se encontraban trabajando juntos en la zona de laboratorios en busca de una cura para la Plaga. A Myriam el doctor no le había permitido participar en la investigación, arguyendo que ya bastante trabajo tenía ella con los pacientes. Y era cierto, pero en el fondo ella sentía que los motivos de Owen para apartarla de allí eran otros. No era su favorita. Era un estorbo. De cualquier forma, el hospital necesitaba más que nunca a su personal sanitario, de modo que Myriam y los demás no disponían de mucho tiempo libre para auto compadecerse.
Aquella noche se encontraba en una de las sencillas habitaciones del Servicio, que se había convertido en la suya, limpiándose la sangre y la suciedad en un pequeño lavabo al que había puesto el tapón, y que había llenado con el agua de un depósito de plástico. Había sido un día duro, dos pacientes más habían sucumbido a la infección y había habido que terminar con su agonía. Meses atrás, cuando todo comenzó, tenía sus reparos, pero a falta todavía de una cura efectiva, Myriam había terminado por comprender que pegarles un tiro entre las cejas era lo mejor que podían hacer por ellos, si la infección llegaba a consumirles. Pero aquello no lo hacía menos duro.
Oyó un carraspeo a su espalda y al girarse vio que Hugh estaba apoyado en el marco de la puerta. Tenía el pelo castaño revuelto y las ojeras empezaban a hacérsele profundas. Había perdido un ojo meses atrás a causa de un profundo corte que se había hecho el día que se encerraron en el hospital, pero el otro, castaño, aún brillaba con la misma expresión alerta de siempre. Myriam esbozó media sonrisa. Seguro que ella no tenía un aspecto mucho mejor. Se hizo a un lado para permitir que él se lavase también. Hugh se acercó al lavabo mientras se arremangaba.
-¿Aún nada? –preguntó ella, sabiendo la respuesta de antemano. De haber conseguido el antídoto, Hugh no tendría ese aspecto tan abatido. El joven se lavó las manos y luego se echó agua en la cara y se frotó enérgicamente. Resopló entre los labios, haciendo que una nube de partículas de agua saliese despedida entre su barba empapada, quitó el tapón del lavabo y se secó con una toalla, mientras negaba con la cabeza.
-Nada… Las ratas inoculadas de la muestra no mejoran. Por fin el viejo está lo bastante desesperado como para haber aceptado probar mi idea de una forma alternativa de purificar el suero, a partir de mañana –bufó con desdén-. Podríamos haber empezado por ahí hace seis días…
Myriam estaba demasiado cansada como para darle la razón e incitarle a que siguiese quejándose. Sencillamente, no le apetecía pensar en ello. Se limitó apoyar la mejilla en su espalda y le abrazó en silencio, haciendo que Hugh dejase de echar pestes por un momento y sonriese ligeramente. Se giró hacia ella despacio, la rodeó con un brazo y pasó la otra mano por detrás de su nuca. Besó su frente, dejando los labios apoyados sobre su piel unos segundos. Ella alzó los ojos y alzó una mano para acariciarle la cara. Llevaban un tiempo saliendo juntos. Una de las pequeñas cosas buenas entre tanto dolor. Myriam sonrió, pasando la mirada de sus ojos a su barba descuidada.
-Con estas pintas no me sorprende que no te haga caso… Nadie diría que fueses el mejor de tu promoción. Parece que hubieses salido de las alcantarillas –rió con suavidad. Él soltó una carcajada.
-¡Mira quién fue a hablar! –replicó, divertido-. Con esa cara de zombie, ¿cuántas horas llevas sin dormir? –se quedó callado un leve instante y le levantó la barbilla con suavidad, con un brillo nuevo en los ojos-. Y aun así…Eres preciosa –dijo, con la voz ligeramente ronca. La estrechó con más fuerza, pegando la cadera a la suya, y se inclinó hasta rozarle los labios con los suyos-. Preciosa.
La besó con ansia, alternando besos con ligeros mordiscos en los labios. Ella lo aceptó, agradecida por su cariño, y le respondió con suavidad, pero cuando los besos se volvieron más apasionados y él comenzó a deslizar las manos por la cintura trasera de su pantalón, Myriam empujó sus hombros para intentar separarse. Hugh soltó un gruñido de protesta y separó los labios un momento, rozando su nariz con la suya.
-¿Qué pasa? –susurró, respirando contra sus labios.
-¿Ahora…? –preguntó ella con la respiración acelerada-. ¿Con todo lo que está pasando…? –él pegó más la cadera a la suya y se restregó ligeramente para que ella sintiese su excitación.
-¿Te parece que puede esperar? –dijo, y bajó por su cuello con besos y mordiscos hasta su clavícula. Myriam dejó escapar un quejido-. El mundo ya se ha ido a la mierda, Myriam. Disfruta de lo que queda –dijo, volviendo a sus labios y dándole pequeños besos cortos mientras hablaba-. Quedo yo…-coló una mano bajo su camisa y acarició su espalda-…quedas tú…-le dio pequeños besos en los labios y sin esperar su respuesta le sacó despacio la camisa por los hombros, sin que ella opusiera resistencia. Observó un segundo su piel desnuda de arriba abajo, recorrió el tirante de su sujetador con la punta de los dedos y soltó un leve silbido, mientras bajaba las manos acariciando sus costados hasta apoyarlas en sus caderas-. ¿Y quieres esconderme un cuerpo como éste?
Increíble. El mundo se había acabado, la muerte les rodeaba, cada día perdían a más pacientes, y él quería un revolcón. Sólo Hugh podía ser tan irresponsable y egoísta.
-…Oh, qué demonios… -Myriam negó con la cabeza. Se puso de puntillas, rodeó su cuello con los brazos y se estiró para besarle, esta vez buscando su lengua. Él bajó las manos hasta sus muslos, la ayudó a subir las piernas para rodearle con ellas, y la llevó en brazos hacia la cama.


[Hospital St. Elizabeth. 23 de enero]

Los infectados parecían ser inmunes al cansancio y al dolor. No dormían, sólo buscaban más individuos sanos que atacar. Parecían tener aversión al agua, pero ningún otro punto débil que se pudiese apreciar. Ignoraban las amputaciones de extremidades, y hasta donde los supervivientes sabían, sólo un disparo en la cabeza seguido de incineración acababa con ellos.
El hospital no negó asilo a ningún superviviente mientras aún pudieron abrir las puertas, las primeras semanas. Algunos de los refugiados que habían llegado allí traían heridas que terminaban desencadenando la Enfermedad. En aquellos casos se les atendía… mientras se podía. La incineradora de Residuos Biológicos Peligrosos del hospital estaba encendida a plena potencia. Las llamas refulgían en tonos rojizos al otro lado de la compuerta hermética de seguridad, que Jenna, la cocinera, acababa de cerrar con un sonido de succión.
Cuando la Epidemia llegó a Washington, sólo se encontraba en el hospital el personal que tenía turno de guardia aquel fin de semana. Además de Owen, Hugh, Myriam y unos pocos más, estaba Jenna, una vieja amiga de la familia del doctor a la que el mismo Owen había recomendado para que le diesen un puesto en las cocinas.
Poco sabía nadie de la vida de Jenna Jordan, salvo que era una mujer pelirroja ya mayor, enorme, enérgica, entusiasta, con un fuerte acento irlandés y que hacía los mejores guisos que habían probado a aquel lado del río Potomac. Era capaz de cocinar igual para diez que para quinientos, si le daban los ingredientes que necesitaba. Ignoraban si su rápido ascenso a Jefa de Cocinas se debía a aquella destreza con los pucheros o a su carácter arrollador. Trataba a los estudiantes como si fuesen sus propios hijos -y probablemente les considerase así-, y dormía en el hospital, en una de las habitaciones del Servicio.
Pese a toda su buena voluntad, Jenna no podía ayudar en aspectos médicos para liberar carga de trabajo al escaso personal que quedaba con vida actualmente. De modo que la buena mujer se dedicaba a lo que mejor se le daba: Echar cosas muertas al fuego. Solía decir que “Mientras estén bien muertos, bien están”. Alternaba su trabajo diario entre las cocinas y el incinerador, cuando era necesario. Y últimamente cada vez era necesario más a menudo.
No había terminado de cerrar la puerta del gigantesco horno cuando un grito y el estallido de un disparo rasgaron el silencio del hospital. Sobresaltada, se llevó la mano al pecho.
-Otro más, válgame Dios… ¡Y yo acabaré muriendo también de un infarto con tanto disparo! –refunfuñó mientras salía al pasillo en busca del cadáver que incinerar. Pero no hizo falta: dos figuras venían ya por el pasillo arrastrando un bulto envuelto en tela. Jenna se limpió el hollín de la cara en el delantal mientras esperaba a que llegasen hasta donde estaba. Eran aquellos dos chiquillos, Myriam y Hugh. Mientras se acercaban pensó en qué adorable parejita harían juntos, y lamentó de nuevo profundamente el tiempo que les había tocado vivir.
-Hola…Jenna… -resopló Myriam con esfuerzo, soltando su parte del peso.
-Hola, cielito…Tranquila, ya lo cojo yo. ¿Quién fue esta vez?
Hugh soltó también el otro extremo del fardo, del que asomaba algo de pelo grisáceo.
-Un maldito perro –gruñó, incorporándose y pasándose las manos por el pelo hacia atrás, intentando peinárselo sin éxito. Llevaba un viejo rifle colgado a la espalda-. Rondaba por aquí desde hacía semanas, vino con su dueño…el que te trajimos anteayer, el tal Edward –señaló con un gesto de cabeza la sala del incinerador-. Parece que el amo no era el único contagiado. Ha estado a punto de morderme.
Myriam se agachó y retiró con precaución la tela que cubría la cabeza del animal. Tenía un disparo en el cuello atravesándole la aorta, pero apenas había sangrado. El pelaje estaba salpicado de una sangre negruzca y espesa. Hugh se tensó.
-Aléjate de esa cosa, no me gusta nada –dijo, cruzándose de brazos, incómodo.
-Ryu… Se llamaba Ryu –dijo ella, apenada-. Cuando llegó era muy manso. Es una lástima, me habría gustado poder tener un perro…Quizá me lo habría quedado si…-en aquel momento, el animal sufrió un espasmo. Myriam soltó un grito y con el susto, agachada como estaba, perdió el equilibrio y cayó hacia atrás, quedando sentada en el suelo. Jenna gritó también.
-¡El demonio está vivo! – chilló, retrocediendo hasta pegar la espalda a la pared.
-¡Apártate! –rugió Hugh a Myriam, descolgándose el rifle de la espalda. El animal convulsionó y lanzó dentelladas al aire, furioso. Myriam se estremeció cuando clavó en ella sus ojos lechosos y olfateó el aire. Contorsionándose horriblemente, comenzó a arrastrarse hacia ella, en una siniestra parodia de cómo había pedido atención y caricias en vida.
El segundo disparo de Hugh le atravesó el cráneo. La cabeza del animal reventó, salpicando de sangre y vísceras a los presentes. Myriam se cubrió la cara y los ojos con los antebrazos. Le pareció que había notado una gota en el ojo y se apresuró a limpiarse la cara con el faldón de la bata, histérica. Cualquier herida abierta, cualquier arañazo que tocase aquella sangre ponzoñosa, cualquier mucosa, ojos, nariz, era una fuente de infección.
Jenna no decía nada. Seguía apoyada contra la pared, temblando como una hoja.
-¡¿Tengo algo?! –no paraba de chillar Myriam, sentada en el suelo y frotándose frenéticamente la cara-. ¡Dios mío, creo que tengo algo, dios mío...!- Hugh se agachó frente a ella, dejó el arma en el suelo y le sujetó la cara con firmeza con ambas manos. Apoyó los pulgares en sus párpados inferiores y presionó ligeramente hacia abajo para estudiar el interior de sus ojos. Una minúscula mancha de líquido negruzco se estaba diluyendo ya sobre su córnea como tinta en agua.
- Abre bien los ojos –dijo, en un tono que no admitía réplica. Myriam obedeció, aterrorizada y al borde del llanto. Sin perder un momento, Hugh usó una esquina de la manga de su camisa para limpiarle la córnea con delicadeza. Volvió a inspeccionarle el ojo. Parecía limpio. Deseó que hubiese sido suficiente y no hubiese absorbido nada aún.
-Ya está. Vamos a darte un colirio desinfectante, por asegurarnos –dijo-. Jenna, mujer, no se quede ahí –dijo, girando la cabeza hacia ella mientras tiraba de Myriam para levantarla-. Meta ese monstruo en el incinerador. ¡Vamos! –gritó, cosa que pareció hacer reaccionar a la cocinera, que dio un respingo y asintió, temblorosa-. Y nos vendría bien una taza de tisana. A todos –añadió, suavizando un poco el tono. La pobre mujer parecía necesitar que alguien la animase. Pero ahora no había tiempo para ello-. Puede hacerlo, Jenna. Ánimo –dijo, y echó a andar por el pasillo sujetando de los hombros a Myriam, que aún seguía sin entender del todo qué había ocurrido.



[Hospital St. Elizabeth. 3 de febrero]

<<Los contornos de la habitación se desdibujaban. Todo era de color gris borroso.
Veía como desde dentro de un túnel, sin visión periférica. Captó un ruido a su derecha. Giró la cabeza bruscamente en esa dirección, las pupilas dilatadas, los ojos ciegos. Olfateando. Lo olía. Podía olerlo. Podía sentir sus latidos como una perturbación en el aire denso que la rodeaba, los oía amplificados. Captaba su calor. Deseaba morderlo, desgarrarlo, compartir su dolor. No sabía nada más. Impulsó cada músculo de su cuerpo en su dirección, pero se encontró con que algo le impedía saltar hacia aquella fuente de calor. Gruñó y gritó de rabia mientras seguía tironeando. La figura se paseó por delante de ella. Escuchó cómo sus latidos se aceleraban. Matar. Rasgar. Todo su ser se estremeció y convulsionó. Morder. Era todo lo que deseaba. Pero allí atada no podía. Resopló y aguardó a que su presa se acercase.>>

Hugh no reconocía en aquel ser a la mujer que había amado. Paseó nerviosamente alrededor de su camilla. La criatura, pues no podía llamarla de otro modo, le siguió con la mirada. Una mirada cruel y neblinosa. La vio forcejear, lanzar mordiscos al aire como había hecho el perro días atrás. Desvió la mirada por enésima vez hacia el arma cargada que había dejado sobre la silla, y pasó las manos con desesperación por su propio pelo revuelto. ¿Cómo iba a hacerlo?

Abajo, en los laboratorios, el viejo Owen entreabrió los ojos, desorientado por unos momentos. Había pasado las últimas noches despierto, trabajando febrilmente en un suero a contrarreloj, con ayuda de Hugh. Tenían que salvar a aquella chiquilla, toda aquella lucha era por ella. Pero el cansancio había terminado por hacer mella en Owen; se había quedado dormido, apoyado sobre los brazos en la mesa de trabajo. Se frotó los ojos y palpó la superficie de la mesa hasta encontrar sus gafas, que se puso sobre la nariz. Miró a su alrededor, abatido, hacia la jaula de las ratas inoculadas la noche anterior con el último suero. El último intento desesperado. Hasta entonces, todos los experimentos habían fallado. Sabía que se encontraría lo mismo de siempre otra vez: las ratas inoculadas habrían sucumbido a la Plaga y se habrían destrozado a mordiscos entre sí.
Pero esta vez no era así. Se puso en pie lo más rápidamente que podía, dada su edad, y se acercó renqueando a la jaula para verla mejor. Una de las ratas corría en la rueda. La otra estaba dormida en el nido de serrín que se habían hecho.
-No puede ser...-murmuró, con la mandíbula desencajada bajo el poblado bigote. Las gafas resbalaron por su nariz peligrosamente. En el último momento, las empujó hacia arriba con el índice y se giró de nuevo hacia la mesa. Tenía que introducir una buena dosis del suero en una bolsa estéril para administrarlo por vía intravenosa. Y tenía que hacerlo pronto. Hoy era el día que se habían marcado como límite para conseguirlo. Esperaba llegar a tiempo. Ni siquiera lo habían probado en humanos, pero valía la pena intentarlo.
-Hugh, muchacho, no hagas ninguna tontería...-masculló, tomando una bolsa nueva.


-Myriam... Myriam, ¿sabes quién soy? Respóndeme -lo intentó de nuevo. Deseando que le reconociese. Que diese una muestra de que aún quedaba algo de ella en aquel ser. En algún rincón oscuro. Se dejó caer en la silla y apoyó el rifle sobre las rodillas. La criatura de la camilla le siguió con la mirada y chasqueó la mandíbula por toda respuesta –. Joder...-enterró la cara entre las manos-. Dame algo a lo que aferrarme, Myriam... Falta poco... Ya estamos cerca...
Nadie había visto llorar nunca a Hugh. Hasta aquel momento. Y la única que podía verlo ya nunca se daría cuenta. Derrotado, el joven rompió en sollozos.


Owen caminaba renqueante por el pasillo lo más rápido que sus viejas piernas le permitían. En la mano llevaba una bolsa de suero amarillento lista para inyectar. Maldijo su lentitud. El trayecto se le estaba haciendo eterno. Pero no podía detenerse, cada minuto contaba.
-¡Hugh, muchacho! –gritó al llegar al último recodo del pasillo-. ¡Ya está! ¡Ya está!

El estallido de un disparo resonó por el pasillo, dejándole helado en el sitio.

***

Myriam Green fue la última víctima de aquella plaga. Años después, cuando Owen Deafstone y Hugh Bane recibieron el Nobel de Medicina y la Cruz al Valor, se dice que el señor Bane fue al cementerio a enterrarlos en una tumba vacía, al pie de una pequeña lápida de mármol rosado con un nombre y unas palabras grabadas: “Por ti viven. Sólo por ti.”

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