#DíaDeTolkien Relato en homenaje a Thorin Escudo de Roble

#SpanishFakeESDLA

Antes de comenzar, os pido por favor que leáis este relato con dos canciones. Primero empezad por esta:

https://www.youtube.com/watch?v=w4cqcinpbvw&list=PLlbw4GbOw5DvV_7G2P2IdXOw7bxf8v5d2

Y después, cuando acabéis el flashback, escuchad mientras tanto esta:

https://www.youtube.com/watch?v=9mR8uR8x0wY

Espero que os ilusione lo que he escrito tanto como a mí, y que con ello recordemos la pasión que a veces nos han hecho sentir los personajes de J.R.R.Tolkien. Feliz Día de Leer a Tolkien.





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Oscuridad. Eso era todo en lo que se sumió. Una larga oscuridad que reclamaba su ser con lánguidos dedos de penumbra y la promesa de un final distanciado de todo mal. Pensó en dejarse arrastrar por ese río que lamería cada herida y que le haría olvidar. Estuvo muy tentado de hacerlo. Pero recordó quién era. Recordó quién siempre había sido.
Nunca se había rendido, no lo haría ahora, no lo haría jamás. Comenzó a apreciar el fulgor de una luz cándida al tiempo que sus párpados se abrían lentamente. Tragó entonces saliva, pues tenía la garganta reseca, y separó los labios para dejar escapar un afectado suspiro. Notó las punzantes agujas de dolor que recorrían su cuerpo por entero y desistió en tratar de erguirse. Se hallaba tumbado sobre una mullida cama, reposando con gruesas mantas de piel sobre él. Cuatro largas antorchas le custodiaban a cada esquina con llamas que bailaban y crepitaban para crear sombras en el cuero de las paredes de la tienda. A su lado, tendida como lo estaba su dueño, estaba la legendaria espada élfica Orcrist. Y su hoja ahora yacía apagada de todo fulgor ajeno al propio acero.
Pero sus últimos recuerdos se cernían a una situación de desolación y dolor. Aún escuchaba el eco de los gritos, el restallar del acero, el quebrar de los escudos y los gritos agónicos. Aún recordaba el hedor a sangre, fuego y muerte. Aún recordaba blandir su espada para atravesar todo enemigo para alcanzar su objetivo. Tenía que matar al temible comandante orco, debía hacerlo para finalizar la guerra, para quebrar al ejército contrario y para mantener lo que con tanto esfuerzo habían luchado. Su hogar.
No lo consiguió. Fracasó, una vez más. Pues el número incesante de los infames orcos asestaron victoriosas heridas al Rey bajo la Montaña cuando más cerca estuvo de cercenar a Bolgo, hijo de Azog el Profanador. No había sido suficiente, no pudo vengar ni hacer justicia. No pudo salvarlos a todos pese a que sacrificó su vida por ello. Pero lo lograron. Sin él, sin su testarudo orgullo. Habían vencido.
Yació sobre la tierra húmeda y la nieve ensangrentada. Las tinieblas se abalanzaron sobre él cuando la última escena que sus ojos percibieron fueron las de dos sombras frente a él. Dos guardianes leales frente a los filos enemigos. Tras ello, nada más. Sólo oscuridad.
La mueca de una taimada sonrisa fluye para alzar ligeramente la comisura de sus labios. Doloroso era el recuerdo pero dulce era el fruto cosechado. Ya tenían un lugar al que llamar hogar tras tan aciago destino. Aunque el hijo de reyes ya no contaba con ver nunca más el reino por el que tanto luchó por retomar.
Pero... ¿Había valido la pena?

***Doce meses antes***

“¡CLONK! ¡CLONK!”
Sonaba el martillo contra el acero al rojo sobre el macizo yunque. Con cada golpe llovían las mil chispas radiantes y el fulgor del metal tomaba forma a merced del herrero. No paraba, no tenía descanso. El martillo fluía constante al mismo ritmo mientras la hoja cobraba vida tras una dedicación insuperable. Aquella era la magia de los enanos y surgía sola de las arduas manos de su creador. Aparentemente inmutable, repetía cada acción sin que el cansancio ni el intenso calor hiciera mella en su voluntad de roca y piedra.
“¡CLONK! ¡CLONK!”
Repetía con más y más fuerza. Apretó la mandíbula y reflejó en sus claros iris celestes las llamas de un fuego que jamás olvidaría. Aferró con tanta firmeza el martillo que el gran puño se tornó blanco de la presión. Golpeaba sin cesar llevado por la furia y el dolor a la más absoluta impotencia.
La vida de la hoja de acero fue aplastada sin más, martilleada hasta convertir su delicada creación en una masa de metal vulgar. El herrero dejo de martillear tras exhalar lentamente el aire que había tomado. Dejó reposar el martillo y sumergió la barra que había estado trabajando en el barril de agua a su costado. El humo gris ascendió de modo instantáneo, recordándole al enano el velo del tiempo ya pasado.
Fuego y y humo regresaban a su mente. La pérdida de un reino y las pérdidas de las vidas de los suyos sacrificadas por el deseo a un hogar. Un sueño inalcanzable por el que se vertió la sangre. Un sueño que ahora pasaba a ser su carga más pesada. Él era el último de los gigantes regentes de la Montaña Solitaria, el último descendiente directo de los hijos de Durin. Una vez lo tuvieron todo. Y ahora no tenían nada.
Se irguió, tomó su capa y puso en marcha sus pasos, dejando atrás la herrería. Hizo un juramento, pero ya había llegado la hora. “¿Volverás conmigo al yunque? ¿O mendigarás tu pan en puertas orgullosas?”, le preguntó Thráin una vez. “El yunque.”, dijo tiempo atrás a su padre, “El martillo por lo menos mantendrá los brazos fuertes hasta que puedan blandir otra vez instrumentos más afilados”. Y ese momento había llegado. Debía hacerlo contra todo pronóstico, contra toda sensatez y contra toda corriente que le inducía a lo contrario. Pues los suyos habían caído en la locura y perecido por restaurar una gloria que les pertenecía por derecho.
Se hicieron con sus reinos, con los valles y ríos, con sus palacios y tesoros. Arrebatados por la fuerza y obligando a una raza poderosa a vagar en el exilio. Hogares de titánicos salones de piedra que trabajaron orgullosos con sus propias manos ahora lo agraviaban seres mezquinos y oscuros. La herrumbre del hierro y las cenizas del fuego invadían las mayores hazañas de los enanos y borraban el esplendor que una vez tuvieron.

Lo único que les quedó fue vagar a tierras lejanas perseguidos por constantes amenazas. Los aullidos de los lobos de día y las antorchas de sus amos de noche. Aún sin parar, todos miraban en alguna ocasión hacía atrás, hacia la montaña y la columna de humo que se erguía de ella. Pero nadie dio un paso atrás. El destino los conducía a un sendero de humildad.

Sin haberse percatado siquiera, el enano ya hacía tiempo que abandonó la herrería y vagaba por las calles de aquella ciudad mugrienta de hombres de baja nobleza. Se había visto obligado a encontrar trabajo en lugares de gloria escasa, elaborando los pedidos que los señores con soberbia le exigían. Más no había humano capaz de caminar con la presencia del príncipe enano, ni imponer tanto con tan corta estatura.

Sus pasos le llevaron casi sin pensar a una vieja taberna que solía visitar toda noche solitaria. Del letrero aún se apreciaba, bajo los candiles de portales cercanos, el perfil de un équido blanco sobre sus patas traseras y el “El Pony Pisador” como nombre del lugar. Adentrándose como era su costumbre, realizó el pedido de su pinta de cerveza y se sentó frente a la chimenea con la mente dispersa en pensamientos más lejanos.

Centrado en el crepitar incesante de las llamas se dejó llevar por el fuego de la desesperación. Era su obligación continuar con el cometido con el que cayeron los grandes reyes enanos que antes que él probaron su suerte. Sólo debía hallar un modo, el empujón para una misión que la Tierra Media no habría visto realizarse jamás con anterioridad. Y como si alguien hubiese leído su mente, aquella ayuda llegó por la puerta misma de la taberna...

Un anciano alto y erguido de espesa barba gris y un atuendo sencillo del mismo color entró bruscamente hasta la barra. Se apoyaba sin necesidad en un largo cayado de madera con un final en remolino y portaba un gran sombrero picudo que se quitó por la cortesía de hallarse bajo un techo cerrado. Fue con su aparición con el que todos se hicieron mudos, observando al recién llegado con todo ojo presente. Pareció refunfuñar algo mientras aguardaba a su jarra y aprovechó la espera para lanzar una mirada que dictaminaba sentencias a todo aquel en el que se posaba. Uno a uno, agacharon las cabezas, tímidos, avergonzados o asustados por las historias que se relataban de aquel peregrino gris.

Más no obstante, su estricto semblante se cortó al centrar la atención en el enano frente a la chimenea. Ambos se miraron fijamente, serenos pero estudiándose mutuamente, pues cada uno era la respuesta tanto tiempo buscado por el otro.

- Señor Gandalf, aquí tiene. -Interrumpió entonces el tabernero con cortesía, entregando la pinta al mago.

Tharkûn, como le llamaban los enanos en khuzdûl, respondió con una forzada sonrisa entre un breve asentimiento y un par de monedas. Tras ello, retomó su mirada rumbo al herrero enano y tomó asiento a un par de mesas de distancia. Entre sorbo y sorbo parecía rumiar algo entre dientes, con los ojos fijos en el príncipe exiliado pero como si mirara más allá de él. Entre otros cuidados le preocupaba el peligroso estado en el que se encontraba el Norte, porque sabía ya entonces que una nueva oscuridad proyectaba la guerra, y que intentaba, tan pronto se sintiera fuerte, atacar Rivendel. Pero para impedir que el Este tratara de recuperar las tierras de Angmar y los pasos septentrionales de las montañas, ahora sólo contaban con los enanos de las Colinas de Hierro. Y más allá se extendía la desolación del Dragón. El enemigo que se encontraba a las sombras podría utilizar al Dragón con espantosas consecuencias. ¿Cómo entonces eliminar a Smaug?

Justo cuando Gandalf estaba sentado y pensando en todo esto, se le acercó Thorin con la mirada fija y atenta en el mago. Una semilla geminaba en su semblante, una de extraña curiosidad y esperanza.

-Señor Gandalf, sólo os conozco de vista, pero me gustaría conversar con vos. Porque últimamente habéis visitado a menudo mis pensamientos, como si estuviera obligado a buscaros. En verdad, así lo habría hecho si hubiera sabido dónde estabais. -Explicó solemne con un tono bajo pero grave de voz e imponente pese a ello.

-Esto es extraño, Thorin Escudo de Roble. -Dijo el mago, mirándolo nuevamente con asombro.- Porque yo también he pensado en ti, y aunque ahora voy a la Comarca, no olvidaba que ese camino conduce también a tus palacios.

El enano suspiró, alejando la recia mirada un instante para dejar que los nuevos pensamientos se asentaran por sí solos. Tomó asiento en la silla frente al anciano de barbagris y alzó la barbilla en un desaire de orgullosa nobleza.

-Llamadles así si os place. -Dijo al fin Thorin, herido aún en el tormento de los recuerdos y el honor perdido.- No son sino pobres viviendas en el exilio. Pero seriáis bien recibido, si vinieseis. Porque dicen que sois sabio y que sabéis más que nadie sobre lo que pasa en el mundo, y tengo muchas cosas en la mente y me gustaría recibir vuestro consejo.

Iré. -Sentenció Gandalf con un breve asentimiento.- Porque supongo que al menos compartimos una preocupación. Tengo en la mente al Dragón de Erebor, y no creo que el nieto de Thrór lo haya olvidado.

Thorin aspiró aire, irguiendo su espalda aún más de lo que ya estaba. Su semblante solía ser de una adusta seriedad que entonces se agrietó con la sombra del dolor.

-No, jamás seré capaz de olvidarlo. -Pronunció casi con la mandíbula apretada.- Mas este encuentro no es ninguna casualidad, ¿verdad, Gandalf? Ya hablasteis con mi padre, Thráin, una vez, hace mucho, antes de su pérdida.

El peregrino gris sostuvo la juiciosa mirada del enano, asintiendo e inclinándose hacia adelante con las manos entrecruzadas.

-Así es. -Afirmó con sinceridad.- Y le rogué que marchara sobre Erebor para concentrar los siete ejércitos de los enanos, para destruir al Dragón y recuperar la Montaña Solitaria. Y a ti te diría lo mismo. Recupera tu tierra.

Los ojos de Thorin se abrieron más, asombrado ante la posibilidad que se le brindaba. No había dejado de soñar con poder cumplir la herencia de la responsabilidad que sus hombros cargaban por el legado de sus padres, pero hasta aquel encuentro no habían sido más que deseos que desaparecían con el aire.

-Thorin, no puedes esperar más. Eres el heredero del trono de Durin. -Volvió a insistir Gandalf, pero esta vez su postura era más severa y parecía ser más alto aún estando sentado igual que antes.- Une a los ejércitos enanos. Juntos, tienen el poder y la fuerza para retomar Erebor. Convoca a una reunión a las siete familias enanas. Exige que afirmen su juramento.

-Los siete ejércitos hicieron un juramento a aquel que empuñara la joya del Rey. -Susurró el enano al inclinarse hacia adelante, mucho más tenso y desbocado.- La Piedra del Arca. Es lo único que los unirá. Y en caso que lo hayas olvidado esa joya la robó Smaug.

La fiereza de Escudo de Roble se impuso durante unos segundos, irritado ante los muros que bloqueaban todas las posibilidades para vengar todos los agravios. El mago ladeó el rostro, tornando casi de inmediato a un aura de sosegada humildad que podía inspirar confianza hasta en la tozudez del enano.

-¿Qué tal si yo te ayudara a reclamarla?

-¿Cómo? -Cuestionó con la sorpresa arrebatando su gesto feroz y adusto. Por una vez sentía la posibilidad de un brillo de esperanza, algo lejano y frío como una estrella, pero algo a lo que aferrarse con todo su corazón.- La Piedra del Arca yace a medio mundo de aquí, enterrada bajo las garras de un dragón escupefuego.

-Sí, así es. -Por primera vez en aquel encuentro el mago lució una incipiente sonrisa.- Es por ello que vamos a necesitar un saqueador.


***Doce meses después***


El silencio colmaba cada esquina, haciendo de cada recuerdo un grito en su memoria. Sentía que su propia respiración se hacía más pausada y que el dolor se alejaba como un mal sueño. Suspiró, agotado incluso para mantener abiertos los párpados en todo momento. Ese sería su fin, ya lo sabía y lo aceptaba. Pero había valido la pena, había merecido cada esfuerzo, había servido de algo. Su pueblo regresaría a su hogar, retomarían la dicha de antaño y labrarían un futuro prometedor para todos. Al final pudo ser como siempre quiso ser, al final había actuado por fin como un verdadero Rey.

Marcharía en paz consigo mismo, satisfecho de vencer sus temores y continuos errores. Regresaría a los salones de sus padres donde tantos grandes enanos antes que él le aguardarían en los salones de piedra. Y se iría sabiendo que los suyos recobrarían la gloria pasada. Y fue ante aquellos pensamientos finales cuando las llamas titilaron una vez más con el paso de una suave brisa. El telón de la puerta se apartó para dejar paso a tres figuras cercanas. Thorin los observó con la mirada cansada, pero dibujó una sonrisa dulce en sus labios, de las pocas que regalaba a nadie.

-Este es mi final. -Inició el Rey bajo la Montaña, tranquilo y con un tono suave de su voz. Miró a uno y a otro, esperanzado en que su propio ánimo alzara los tristes semblantes grises de sus allegados. Pues allí se encontraba Balin, su viejo amigo, con la cabeza gacha e inspirando para contener las lágrimas. Y también estaba Dwalin, con la mandíbula apretada con firmeza y profundas ojeras. Y por último Gandalf, quién le miraba a los ojos transmitiendo con ello cada palabra de ánimo.- Mi tiempo ha llegado. He cosechado lo que me merecía... Pero tenemos un hogar. Tenéis un nuevo hogar

Los hijos de Fundin no dijeron nada, un breve asentimiento y unas débiles sonrisas que se apagaron de nuevo para no decaer frente a Thorin. Gandalf fue el único que mantuvo un semblante dulce, casi como el de un padre orgulloso de quién es tan joven en comparación con él que toma por un niño.

-Habéis recuperado vuestro honor, Thorin Escudo de Roble. Y habéis recuperado mucho más. -Entonó Gandalf.- El Trono de Durin brillará desde este día de nuevo y vuestro pueblo vivirá tiempos felices.

Aquellas afirmaciones apaciguaron los últimos resquicios de dudas del noble enano y acentuaron su sonrisa, una que por fin pudo mostrar sin peso alguno ya sobre sus hombros.

-El Trono de Durin... -Repitió con los ojos casi cerrados, imaginando a Fíli con la corona sobre su frente y a Kíli a su lado, siempre juntos para los próximos años. Sabía que serían más que dignos y que serían mejores reyes de lo que él nunca lo fue. Nunca les había dicho a los dos lo muy orgulloso que estaba de ellos. Nunca les dijo cuánto les quería. Nunca les dijo que eran ellos los hijos que nunca tuvo. Pero ellos lo sabrían, de algún modo lo sabrían y no necesitarían esas últimas palabras cuando le viesen marchar. No era aquel el recuerdo que les deseaba.- ¿Están mis sobrinos bien? ¿Están Fíli y Kíli sanos?

Balin bajó aún más la mirada, aprovechando que Thorin tenía los ojos cerrados en aquel momento. Dwalin, apretó con todas sus fuerzas sus puños prietos y los ojos se le enrojecieron, la emoción le atravesó con tanto ahínco que se giró, dando la espalda a su rey para que nadie contemplase unas lágrimas silenciosas. Y Gandalf contempló el suelo, abatido, y allí donde pudo mostrar consuelo no encontró palabra alguna. Sólo el viejo enano de la barba blanca pudo alzar de nuevo la mirada y quebrar su melancolía con una sonrisa grata.

-Sí... Están bien, están descansando. Creo que son felices ahora. -Pudo decir con el corazón en un puño.

El pálido rostro de Thorin recuperó un poco su color perdido con otra sonrisa cálida y plena. Sí, había valido la pena todo cuánto había hecho y ahora dejaba aquel mundo en mejores manos que las suyas.

-Bien, son buenas nuevas... -Respondió cansado pero dichoso pese a ello.- Diles... Diles que les quiero. Que no teman pues son hijos de Durin. Aconséjalos con sabiduría, tal como has hecho siempre conmigo, mi querido Balin.

Ante la declaración del rey enano, Balin asintió varias veces, comprimiendo el gesto. En cambio, Dwalin no pudo resistirlo más, abandonando la estancia misma. Gandalf recuperó el buen porte para apoyar la mano sobre el hombro del hijo de Fundin y transmitirle fuerzas.

-Antes de marchar necesito hablar con nuestro saqueador... -Thorin volvió a abrir los párpados lentamente, girando el rostro para encararse con una mirada honesta con su viejo amigo.- Bilbo. -Así era como se llamaba y nunca lo olvidaría.- He de disculparme con él. ¿Le habéis encontrado?

-Sí. Te lo traeré. -Contestó Balin con otro asentimiento y la cabeza gacha.

-Gracias.

Aquella fue la última palabra de Thorin antes de suspirar de nuevo y luchar contra la pesadez de sus párpados. Balin y Gandalf decidieron salir de la tienda para cumplir la última promesa hecha al Rey bajo la Montaña. Y sin embargo, los dos tuvieron la sensación que aquella era la sincera despedida de Thorin Escudo de Roble y que aquel sencillo gracias se extendía a cada acto de gratitud que les debía.

Fuera, todos aguardaban con el gris en sus apariencias. Habían vencido y obtenido la victoria, pero el coste en las vidas perdidas pesaban más que la dicha del triunfo. Los enanos de las Colinas de Hierro, los elfos del Bosque Negro y los hombres de Esgaroth esperaban desde el exterior de la tienda para las nuevas del Rey bajo la Montaña, aquel que en un principio pudo ser un enemigo pero que finalizó el día siendo el héroe que había inclinado la balanza hacia el éxito. Y frente a ellos, Dáin Pie de Hierro, Thranduil Oropherion y Bardo eran los más atentos ante la salida del viejo peregrino gris y el consejero enano de Thorin.

Tres razas distintas se alzaban aquel día juntos en el campo de batalla sembrado por la guerra, todos unidos bajo un mismo himno. El silencio.

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