@goblinoide @Myrld_enana @Jerda_enana @OinEnano

(Mi relato Navideño para el concurso, aunque evidentemente no concursa. Es más extenso que lo solicitado en las bases, me tendréis que perdonar :)

Está hecho con cariño especialmente para Myrld, ella sabe por qué <3)

La nieve caía con intensidad, demasiada considerando que no se había desatado tormenta ni eran víctimas de ninguna ventisca. Claro que, allí en la ladera de la Montaña Solitaria las condiciones se prestaban favorables para las grandes nevadas. Eran copos grandes y abundantes, de esos que tiñen rápidamente las barbas de blanco, que cuajan incluso sobre los ropajes.

Se podría considerar que no era extraño para un enano el contacto con la nieve, pero lo cierto es que muchos de los hijos de Dúrin pasaban casi toda subida encerrados en las Montañas: los había quienes nunca habían paseado por sus laderas o habían recorrido ningún bosque. La roca era firme, dura y proporcionaba seguridad. La nieve era igual de fría, pero mucho más suave y perecedera. Podía durar un instante, en forma de copo. Podía durar una noche, hasta que los cálidos rayos del sol la derretían. Podía durar todo un invierno, pero no más de una estación. La piedra era un valor seguro, existía, inquebrantable, para siempre.

Y aun así, Hornbori había encontrado cierta belleza en aquel material pálido y delicado. Echó hacia atrás la capucha que le cubría la cabeza y bajó el pañuelo que tapaba su boca. Comprobó como el vapor de su respiración se condensaba rápidamente y, enseguida, el pelo y el bigote se le mancharon de pequeñas motas blancas. Un copo más grande cayó sobre su ojo tuerto, haciéndole estremecerse con el frío. Se sacudió, para librarse tanto de esa sensación como de la nieve que se empezaba a acumular sobre su cuerpo, y miró alrededor. Aquel pequeño bosque resultaba poco accesible, incluso su paso estaba vedado a los habitantes de Erebor sin una autorización especial. Pero el Boticario no consideraba que pequeñas normas fuesen un tema prioritario: su tozuda voluntad era mucho más importante para él a la hora de tomar decisiones. Cuando se empeñaba en algo, movía todos los hilos necesarios para conseguirlo. Por suerte, no tuvo que realizar ningún trámite para colarse allí pues, simplemente, fue suficientemente astuto para evadir a los guardias en el camino de ascenso hasta aquella ladera.

En un primer momento, cuando los empleados de la Casa de Curación de Erebor decidieron festejar la celebración del Día de Dúrin, Hornbori pensó que dar su consentimiento sería suficiente esfuerzo que dedicarle a los preparativos. Nadie le encomendó ninguna tarea concreta: entre Jerda y Myrld se repartieron el trabajo con respecto a la decoración, la comida para el festejo y distintas actividades que compartir para animar a los enfermos. Y aunque él se había conformado con participar de los planes de sus compañeras, la noche anterior había tenido una revelación sobre cómo podía aportar su granito de arena. Recordar momentos de su vida pasada en Ered Luin era algo que le ocurría con frecuencia desde el momento en que puso el pie en la Casa de Curación, desde el momento en que volvió a ver al maestro Oín… y a Myrld. Las épocas festivas que recordaba con más cariño, las había pasado con ellos. Aunque jamás lo habría admitido en voz alta. Por ello, sin decir nada a nadie, aquel día había adelantado su horario de visitas a los enfermos de la Montaña para acabar pronto sus deberes y poder salir al bosque.

Caminó con esfuerzo entre los abetos del pequeño bosquecillo. Pese a que las frondosas ramas de los árboles cubrían el suelo, el viento allí arriba era muy intenso y las piernas de un enano demasiado cortas como para sortear con facilidad la acumulación de nieve. Con la mano derecha cubriendo sus ojos a la altura de las cejas, intentaba distinguir alguna pizca de color en aquel paisaje blanco salpicado de las manchas oscuras que formaban las pocas hojas de los árboles y arbustos que no habían quedado cubiertas de nieve. No tardó demasiado en encontrar los frutos rojos del acebo en las ramas de un par de ejemplares poco más altos que el Boticario. Sonrió con satisfacción al comprobar que había encontrado un buen grupo de aquellos arbustos y sacudió el hielo y la nieve de sus copas, para comprobar que estaban sanos y tenían buen aspecto.

–Estupendo, estupendo. ¡Ni mandados a buscar de encargo! –acarició una de las hojas, con cuidado de no salir herido con sus espinas–. A ver… ¿dónde las metí?

Soltó el fardo bien envuelto que llevaba sujeto a la espalda. Estiró la tela que envolvía el contenido del equipaje que había cargado hasta allí: un pequeño serrucho, tijeras de podar de varios tamaños y niveles de óxido, unos cuantos cuchillos y cordeles de distintos grosores. Sacó unas tijeras y empezó a cortar ramas con buen ritmo. Estaba acostumbrado a aquellas cosas: podar plantas, seleccionar hierbas, arrancar las hojas sin dañar los tallos… No eran labores muy usuales para un enano, pero aquel era el oficio que le había enseñado su maestro desde hacía muchos años y era verdaderamente hábil en ello. No se avergonzaba de no cargar un pico o pasar sus días a la sombra de los oscuros túneles de las minas.

En unos quince minutos ya había reunido una considerable cantidad de ramas de acebo. Las ató concienzudamente y, antes de ponerse en marcha para regresar a la ciudad, se entretuvo en recoger unos cuantos frutos del arbusto y guardarlos en un tarrito de cristal.

Recorrió el camino de vuelta siguiendo las huellas que le habían llevado hasta allí, mirando hacia el suelo para no perderse. Hasta que un arbusto colgante, enredado en la rama baja de uno de los abetos, se le enredó en el pelo y tuvo que detenerse para soltarlo. Cuando cayó en cuenta de la especie de la que se trataba, arrancó con las manos enguantadas una rama abundante, y siguió su camino.


Entró por el acceso trasero de la Casa de Curación, que iba a parar directamente a las cocinar. Soltó los fardos de acebo en un rincón y se quitó de nuevo la capucha. Cayó un pegote de nieve al suelo, tras de sí. Supuso que ese era el motivo por el que varios guardias le habían seguido por la ciudad: se preguntarían por qué iba cubierto de nieve si no había atravesado las puertas de la Montaña. Con una sonrisa de autosuficiencia, se desabrochó la capa y la dejó doblada sobre el respaldo de la silla. Los restos de nieve que la empapaban, empezaron a gotear formando un charco a los pies del mueble. El Boticario se dejó caer en el asiento, sin mucho cuidado.
Al escuchar barullo en la cocina, Jerda asomó por la puerta principal de la estancia. Había estado ayudando a Myrld a servir la cena a los enfermos, pero casi era ya la hora de empezar a recoger antes de retirarse a la cama. Cuando vió el montón de fardos en la esquina, la nieve en el suelo y a Hornbori tirado en la silla con su habitual pose desganada, la cocinera puso los brazos en jarras.

– ¡Horni! ¿Qué haces? ¿Qué es eso? –echó a andar hacia él con paso decidido, dispuesta a propinarle una buena colleja–. ¡Mira como lo has puesto todo!

– Jerda, ¿quieres bajar la voz? Tienes que hacer un escándalo de todo… –protestó Horn, poniendo la espalda recta mientras se incorporaba en la silla.

– Pues más vale que te expliques –insistió la enana, pasando de largo junto a la mesa de la cocina, acercándose al acebo apilado–. ¿Qué trasgos has traído? Hay un montón de paquetes…

Horn se levantó para reunirse con ella. Bajó el tono de voz y le pasó el brazo por la cintura a su compañera, en un gesto genuinamente amable. Sonrió y ladeó la cabeza, esforzándose por parecer lo más encantador posible:

– Es para la decoración de la Casa. ¿No dijiste que queríais celebrar el día de Durin? Pues esta es mi aportación –con la mano que aún tenía libre, señaló elegantemente el montón, abarcando todo el espacio que ocupaba.

– ¿En serio? –la pregunta de Jerda sonó incrédula, pero la sonrisa en su rostro delataba lo encantada que está con la idea.

Hornbori asintió con la cabeza y se echó a reír al ver la ilusión en sus ojos.

– Yo me encargo. Y de recoger también, porque necesito la cocina para preparar los adornos. ¿Podrías asegurarte de que ni el maestro ni Myrld asomen la nariz por aquí hasta mañana?

La cocinera se había agachado para observar las ramas de acebos, llenas de frutos rojos. Asintió a las palabras de Horn.

– Claro. Pero… ¿quién va a recoger esto luego? –Jerda arqueó una ceja y se giró para mirar a Horn, rama de acebo en mano, con gesto ligeramente amenazante.

– Déjame eso también a mí –respondió él. Al ver que la enana seguía manteniendo la mueca escéptica insistió–. ¡Lo digo en serio! ¿Podrías fiarte de mí por un día? ¿Eh?

Jerda se levantó, para acercarse a él. Le pasó la pequeña rama y después de cruzó de brazos, intentando mantener el tono severo. Ante la cara de “no haber roto nunca un plato” de Horn, que tenía aquel gesto bien estudiado para conseguir sus propósitos, no tuvo más remedio que rendirse.

– Está bien. Pero no hagas ruido. Y quiero todo recogido para mañana –acabó por ceder la enana, poniendo los ojos en blanco.

Hornbori sonrió ampliamente, con naturalidad.

– Gracias, Jerda –se acercó más a ella para darle un abrazo y plantarle un beso en la mejilla.

La cocinera fue a replicar alguna otra condición sobre su trato con Horn, pero aquel gesto cariñoso la dejó totalmente descolocada. Se le subieron los colores a las mejillas y se echó a reír, gratamente sorprendida. Horn nunca era tan cariñoso, a no ser que quisiera librarse de una reprimenda o escaquearse de sus obligaciones. Pero aquella vez, su comportamiento parecía totalmente sincero y desinteresado. Emocionada por verle así, no añadió nada más. Le pellizcó una de las mejillas y salió de la cocina, negando con la cabeza sin terminar de creerse lo que estaba viendo.


En cuanto la cocina quedó vacía, el Boticario se puso manos a la obra con su labor. Tendría que trenzar guirnaldas y coronas con las ramas, si quería colocarlas a lo largo del pasillo. Las puertas de las consultas, los despachos y las habitaciones de los enfermos, eran otro de sus objetivos. Y, por supuesto, estaban también la recepción y la propia cocina donde se encontraba. Pasó horas enfrascado en aquella tarea: cortando ramitas, moldeando el orden de las hojas y atando cada parte con su correspondiente cinta azul y plateada (los colores de la casa de Dúrin). Tardó horas en dejar preparada la decoración pero, sin haber zanjado todos sus planes, se quedó dormido apoyado en la mesa de la cocina.

***
Abrió los ojos, después de un par de minutos caminando a tientas entre la nieve. La ventisca era tan fuerte y la cantidad de copos tan densa, que se había visto obligados a avanzar a ciegas en aquel paraje. Los árboles eran escasos y crecían a gran distancia unos de otros, por lo que no servían de refugio contra la tormenta. Hornbori paró en seco e intentó distinguir algo, pero apenas quedaba luz y todo eran rachas de viento y copos de nieve a su alrededor.

– Deberíamos haber bajado la ladera, habernos internado en el bosque –gritó, para que su acompañante pudiese oírle.

– Deberíamos estar en casa –replicó una voz femenina, también a gritos, a su espalda.

La enana estuvo a punto de chocar con él, incapaz de ver lo que tenía a medio metro más allá de sus narices. Lo rodeó, colocándose a su lado, y bajó un poco la bufanda que cubría su rostro hasta los ojos para poder hablar con él.

– Muy aguda, Myrld –espetó el Boticario, soltando un bufido.

– Has empezado tú –le recriminó ella, con un tono de voz claramente irritado–. ¿Alguna idea además de seguir caminando hasta que nos convirtamos en estatuas de hielo?

– Casi ha anochecido. Si no encontramos un refugio, habrá que intentar fabricar uno.

– Claro. Pues como tengamos que confiar en tus dotes de constructor… –Myrld volvió a cubrirse con la bufanda, molesta, y echó a andar otra vez.

Los músculos de los hombros de Horn se tensaron al escuchar su comentario. Todas las veces que habían intentado ponerse a cubierto montando una tienda, había acabado en desastre. Las labores de supervivencia en campo raso no eran su especialidad: él lo sabía bien, pero su orgullo enano le impedía admitirlo.

– ¿A dónde vas?

Myrld había avanzado ya unos cuantos metros por delante de él, casi no podía verla. Si su compañera le contestó, fue incapaz de escuchar la respuesta por culpa de la fuerza del viento. La siguió, intentando avanzar lo más rápido posible.

La suerte quiso que, unos metros más adelante, un gran bulto oscuro interrumpiera su camino. En cuanto lo vio, el Boticario aceleró el paso para alcanzar a Myrld, precavido ante la naturaleza desconocida de su obstáculo.

– ¡Es una formación rocosa! –señaló Myrld, con una carcajada– Por la sagrada Piedra del Arca, ¡no me creo la suerte que tenemos!

– Aun no cantes victoria –sentenció Horn, agorero, antes de dar el primer paso para entrar en la cueva.

Casi parecía más una madriguera que una cueva en sí. Sobre todo para un enano. Se adentraba en la tierra apenas unos seis metros y no tenía salida por el otro extremo. Por supuesto, estaba completamente a oscuras, y la poca luz que llegaba desde la entrada casi no les permitía distinguir el interior. Hornbori descolgó una antorcha que llevaba sujeta al cinturón, limpió la nieve que se había acumulado por encima, vertió el líquido de un frasquito de cristal sobre el paño atado al extremo y lo frotó contra la pared de roca. Una chispa saltó al instante prendiendo la antorcha, pese a haber estado completamente empapada de agua hacía unos momentos.

Comprobaron aliviados que no había ningún peligro en la cueva. Myrld pasó al fondo y dejó caer la pesada carga que transportaba a su espalda: el petate, las mantas, las mercancías que su maestro les había enviado a buscar… Aquel lugar había servido de refugio a otros viajeros en algún momento, pues aún quedaban apilados los restos de una fogata en el extremo más apartado de la entrada y el techo, sucio por el humo, estaba ennegrecido.

El boticario acercó la llama para alumbrar la pared de la cueva. Parecía estar cubierta de musgo en algunas partes, pero al acercarse para observarlo con más detalle, se dio cuenta de que las manchas verdosas sobre una base rojiza estaban formadas por los dibujos de la piedra. Aquel material le resultó curioso, pero un escalofrío que le recorrió la espalda, le recordó que tenía cosas más apremiantes de las que preocuparse. Antorcha en mano, Horn se acercó a su compañera.

– Hay que encender la hoguera.

– No quedan restos suficientes para que el fuego prenda, la madera está consumida –le informó Myrld, mientras movía lo que quedaba de la anterior fogata, con la punta de la bota. Puso los brazos en jarras y se quedó mirando a Horn.

El Boticario señaló uno de los fardos de la enana. Myrld abrió mucho los ojos al comprender lo que estaba insinuando con su gesto.

– No, ¡de eso nada! Esa madera es muy rara de encontrar. ¡Pero qué trasgos! Tú eres testigo de lo mucho que nos ha costado dar con ella –le recriminó ella, dispuesta a no ceder a su propuesta.

– Estos leños nos han metido en esta situación –ignorando las palabras de Myrld, se acercó a los fardos que descansaban en el suelo y se agachó para sacar los troncos–, y estos leños nos van a sacar de ella.

– ¡No! ¡Para! ¡Para ahora mismo! –Myrld intentó detenerlo, pero su esfuerzo era en vano.

Aunque zarandeado, y pudiendo utilizar sólo una mano, Horn rompió el nudo del paquete y sacó los pedazos de madera oscura. Harto de que Myrld no le dejase hacerlo con calma, se giró enfadado hacia ella.

– ¿Es que no ves que estás tiritando? Muerta por congelación no vas a poder llevarle ni este paquete ni ningún otro, al Maestro. Asi que ayúdame a encender un fuego y deja de quejarte.

La voz fuerte y las palabras seguras de Horn, impresionaron a Myrld. Dejó de entorpecerle al instante y, un tanto compungida, se acercó a los restos de la hoguera para limpiarlos de cenizas. Sacó unas cuantas ramas secas de uno de los pequeños saquitos que guardaba bajo la ropa y los dispuso entre los leños que colocó Horn allí. Entonces se dio en cuenta de cuánto le temblaban las manos, de cómo le castañeteaban los dientes, y se sintió culpable de haber tratado así a Hornbori cuando él sólo había actuado con el fin de salvarles la vida a ambos.

Mientras Myrld se aseguraba de que el fuego no se apagase, Horn se dispuso a quitarse de encima el abrigo empapado por la nieve. Lo extendió frente a él, comprobando que, al menos, la piel no se había rasgado, cuando los brazos de Myrld le rodearon por la espalda. La enana apoyó la mejilla helada sobre un omóplato del Boticario y cerró los ojos, conteniendo las lágrimas. Estrechó a su compañero contra sí, con fuerza.

– Me vas a hacer daño, si sigues apretando así –respondió él, todavía un poco frío.

– Podríamos haber muerto ahí fuera. Incluso en este refugio, si tú no…

– Pero estamos bien –le cortó Hornbori, dejando escapar una exhalación cansada–. Deja de preocuparte por todo.

Por respuesta, Myrld sólo emitió un gemido lastimero y bajó la cabeza, para ocultar mejor sus lágrimas. El Boticario la tomó por las manos, obligándole con delicada insistencia, a que le soltase. Giró sobre sí mismo para quedar de frente a ella y ésta vez fue él quien le abrazó.

– Estás helada –dijo, mientras hundía la nariz en los oscuros cabellos de Myrld. De nuevo, ella no respondió. El silencio de la enana siempre hacía sonreír a Hornbori, pues era raro encontrar un momento en que su compañera no tuviese algo que replicar–. Creo que esta es la celebración más penosa del Día de Dúrin que podríamos vivir.

Myrld levantó la cabeza, sin separarse de él. Tenía los ojos húmedos, pero también sonreía. Negó mientras subía las manos sobre el pecho de Horn, acariciando su cuello, hasta posarlas a ambos lados de su cabeza.

– No. Aquí tengo todo lo que necesito.

Lo atrajo hacia sí y Horn no opuso ninguna resistencia. Se fundieron en un beso, lo suficientemente cálido para ayudarles a combatir el frío de aquella noche.

***

Hornbori abrió los ojos otra vez, pero en esa ocasión el ambiente a su alrededor era mucho más cálido. Se secó la comisura de la boca con la manga, pues un hilillo de baba le caía por la cara. Se había quedado dormido en la cocina. Se sintió confuso los primeros segundos, mirando la estancia oscura a su alrededor: la lámpara que había dejado encendida mientras trabajaba, parecía haberse consumido hacía un buen rato.

Estaba de regreso en la Casa de Curación, lo que acababa de vivir en la cueva había sido un sueño. No, había sido un recuerdo. Por un momento creyó distinguir el olor de los cabellos de Myrld. Cerró los ojos, intentando retener esa sensación, hasta que cayó en cuenta de lo que eso podía implicar. ¿Y si Myrld se había levantado de la cama? ¿Y si estaba por allí?

Buscó en los alrededores pero no halló a nadie en la cocina. Se puso precipitadamente de pie y salió dando grandes pasos en dirección a las habitaciones del servicio, mientras rebuscabas en las bolsas que llevaba siempre enganchadas de su cinturón. Sacó el paquete envuelto en lino marrón y lo palpó con las manos. Sintió mullido el muérdago con el que lo había rellenado, para esconder bien el verdadero regalo que guardaba, y por fin distinguió la dura superficie de piedra. Sonrió para sí.

Sabía que lo primero que Myrld hacía por las mañanas, después de arreglarse, era entrar en el almacén de la botica para preparar las dosis matinales de los enfermos. Cuando entró en el pequeño cuarto, Horn se aseguró de dejar la mesa totalmente vacía. Probablemente Myrld se disgustaría si movía de sitio todas sus cosas, pero confiaba en que su regalo compensase el mal trago que podía suponer para ella. Dejó el paquete bien a la vista y pensó en limitarse a salir de allí, en silencio, pero no pudo resistirse a la tentación de verla otra vez. No después de aquel sueño.

Desenvolvió la tela de lino y apartó los restos de muérdago que cubrían la piedra de unakita del adorno que había comprado para la enana. La misma piedra que cubría las paredes de aquella cueva donde se resguardaron el Día de Dúrin de hacía doce años.

Tan embelesado en sus pensamientos estaba, que no escuchó como alguien se acercaba por el pasillo, hasta que el Maestro Oín carraspeó a su espalda. Hornbori dio un respingo y giró rápidamente sobre sus talones, para enfrentarse a quien le había descubierto.

– Horn, muchacho… ¿qué estás haciendo aquí a estas horas? –el señor enano le miró de arriba abajo, analizándole–. ¿No te has ido aun a dormir?

– Me temo que no tenía sueño, maestro. Así que me quedé trabajando hasta tarde –trató de excusarse él, aun reponiéndose del susto de haber sido pillado con las manos en la masa.

Óin frunció el ceño y se mantuvo impasible, mirando a Horn a los ojos unos segundos.

– Vete a la cama –le ordenó, antes de darse la vuelta–. No me gusta que andes merodeando por ahí de madrugada. No pienso preguntar que estabas haciendo, hoy no. Estamos de celebración.

El Boticarió sonrió al escuchar sus palabras, y agradeció la piedad de su maestro en un día como aquel. Espero a que Óin saliera y se quedó apoyado contra la mesa de la botica, escuchando con atención. Cuando la puerta del despacho del hijo de Gróin se cerró, suspiró aliviado dejando escapar por la nariz la tensión acumulada.

Salió de la botica y regresó a la cocina, cruzando por los pasillos adornados de acebo y cintas azul y plata. Aún tenía que adecentar los dominios de Jerda y repartir en las puertas de la cocinera y su maestro, sus respectivos regalos.

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