ImElladan

Elladan · @ImElladan

28th Dec 2013 from TwitLonger

[@Goblinoide]


Las cascadas del Bruinen murmuraban con el tono más bajo del año, pero el valle de Imladris estaba lejos de haber enmudecido, pues los ecos resonaban en sus paredes de roca más alto que el batir de las aguas. Más abajo, apenas visible, escondido entre la arboleda y las grietas de piedra se hallaba el refugio de Rivendel, el hogar de uno de los últimos grandes señores de los elfos en la Tierra Media, Elrond Peredhil. Lejos estaba, sin embargo, de habitar aquel bello lugar en soledad pues se oían voces que provenían de allí dichosas, y no solo voces, sino que también se percibía el nervioso movimiento previo a todo evento que está a punto de desplegarse.

Uno de los muchos artífices de este rumor era un varón esbelto, de delgada figura y cabellos oscuros, si bien brillantes, que colocaba con gráciles movimientos bolas de cristal de colores en un gran abeto. Éste no era sino Elladan, uno de los hijos del propio Elrond. Las bolas que colocaba en el árbol brillaban con intensidad, y no solo reflejaban la luz de la luna y las estrellas, sino que también la emitían, pues eran cristales de Lórien, realizados por la Dama Blanca, quien ponía siempre un poco de su luz en cada obra que hacía. Elladan sostenía ahora una esfera de profundo azul; se detuvo un momento a observarla. En su pulida superficie se veía reflejado, pero no se veía a él en aquel momento. El reflejo que el elfo percibía era una imagen de hacía mucho tiempo atrás.

* * *

La llamada de un cuerno se elevó en la cañada. A éste le siguieron los cascos de dos caballos blancos que trotaban a través de un estrecho puente de piedra. A sus lomos cabalgaban dos jinetes vestidos con esplendorosa armadura de plata y elegante capa de azul medianoche que cubría los lomos de sus monturas. Uno de ellos, el más adelantado, portaba un estandarte ondeante; el segundo sostenía en su mano el cuerno que había bramado. Los jinetes cruzaron las estatuas que guardaban el puente cuando al patio que lo seguía llegó otro elfo, vestido con una túnica igual de elegante.

- Señor Elladan, Señor Elrohir - saludó Lindir mientras los jinetes desmontaban. Su mirada reflejaba consternación -. Vuestro padre os espera.

- ¿Han llegado? - preguntó sucintamente Elladan. El otro elfo asintió con la cabeza, a lo que Elrohir respondió con seriedad:

- Batimos los bosques, acabamos con la mayoría de los orcos que estuvieron allí antes de que el rastro se enfriara -. Su hermano deseaba que aquella persecución hubiera podido tener valor alguno más allá de la mera venganza por el daño causado. Sabía que no importaba, y cargado de dolor - no por él, sino por aquellos que más iban a sufrir la ausencia, los hombres de su linaje, su familia-, se dirigió junto a Elrohir a encontrarse con su padre.

Los hermanos ofrecieron una respetuosa reverencia al ver al noble elfo, que respondió con una ligera inclinación de cabeza.
- La muerte de Arathorn es un duro golpe para los hombres del norte. Su linaje pervive, pero es frágil. Un niño no es capitán de un pueblo aunque de nombre lo sea - la voz de Elrond era profunda, muy diferente a la humana, cargada con el peso y la sabiduría de quien ha vivido edades enteras -. Nuestra casa ha sido siempre aliada y protectora de los hombres del norte, es nuestro deber en su hora más débil ser su hogar y refugio de la mayor de sus joyas: su heredero. La educación del niño es ahora mi responsabilidad, vosotros sois mis hijos de concepción, él de mi adopción, ahora sois hermanos y mi deseo es que como tal me ayudeis en la labor que el tapiz de Vairë ha tejido como nuestro destino en esta era -. “Así sea” contestaron ambos hermanos al unísono -. No obstante, Aragorn crecerá en este valle sin saber su verdadera identidad y a partir de ahora recibirá el nombre de Estel por deseo de su madre. Hasta llegado el momento, éste será el secreto que los guardianes de su seguridad habremos de custodiar.

Elladan percibió el anillo de Barahir sobre la mesa del escritorio. Respetaba a su padre por encima de cualquier cosa, pero no compartía la idea de éste sobre el futuro del hijo de Arathorn.

- Adar, no es mi voluntad contradecir tu palabra pero no estoy de acuerdo con tu intención. ¿Por qué ha de ser el niño privado de su verdadero ser? Grande es su ascendencia entre los Edain y sin duda grande como ellos está llamado a ser. ¿Cómo esperar que así sea si se le oculta su destino?

- Por sí mismo, y por la esperanza de su pueblo. Su seguridad es su primera misión y entre otros a vosotros os la encomiendo. Su vida es objetivo de múltiples fuerzas oscuras. Solo aquí, solo así aseguramos que no la tomen también.

- ¿Y no será mejor defensa que él mismo conozca esos peligros y aprenda a hacerlos frente? - su voz empezaba a elevarse ligeramente, pero suficiente para cruzar los límites de la prudencia.

- No, Elladan - zanjó Elrond con la autoridad con que revisten las palabras los sabios -. Ésa es la voluntad de su madre y lo que yo considero más sensato. Así será, por el bien de la línea de Elendil -. Elrond se apoyó en el balaustre. Siguiendo la mirada de su padre bajo el balcón, los hermanos observaron a Gilraen, que miraba hacia el valle con su hijo en brazos, cantándole una antigua canción de su gente.

- No habrá celebración de Turuhalmë - apuntó Elrohir.

- Habrá - corrigió el padre -. En este momento hijo y madre necesitan calentar el frío del hueco vacío. Las hogueras de Turuhalmë les concederán esa calidez.



Habían pasado unas semanas desde que se asentaran en Rivendel, días en los que la temperatura había decrecido ligeramente y los primeros copos de nieve habían descendido sobre el valle. Era extraña la ocasión en que la casa de Elrond se engalanaba con una liviana vestidura blanca, y es que pese a la cercanía con los altos picos de las Nubladas la magia élfica que protegía el lugar prolongaba la fertilidad del verano. Solo a Gilraen parecía extrañarle la frondosidad de los árboles y el intenso verdor que aún perduraba en aquel refugio, acostumbrada como estaba a la desnudez de las ramas y a una nívea alfombra llegado el solsticio. Las nuevas nieves, algunos elfos comentaban, las había traído la mujer humana, interpretándolas como una señal del Don de los Hombres para la contemplación de los Eldar.

El sol empezaba a caer cuando el eco de unos pasos nerviosos resonaba en los pasillos de Imladris. Gilraen había perdido de vista a su niño mientras ayudaba con los preparativos y lo buscaba inquieta por todos los rincones de su reciente hogar. Corría por el puente sobre la cascada cuando una voz familiar la llamó en la distancia.

- ¿Buscáis a esta pequeña criatura? - Elladan le hablaba desde el mirador circular, más abajo, y a su lado, sentado en el suelo, jugaba inocentemente Estel.

- Oh, Elladan - suspiró la madre, aliviada - ¿Te importaría cuidar de él mientras estoy ocupada? - Elladan dejó claro que estaba encantado de permanecer con el pequeño.

Estel estaba entretenido con unos muñecos de madera que los hijos de Elrond habían tallado para él. Un noble caballero y un arquero errante que competían por el amor de una princesa elfa se aliaron para derrotar a un fiero dragón que asolaba la indefensa ciudad. O al menos, eso pasaba en su heroica fantasía, inspirada en los cuentos que el propio Elladan solía contarle a la tibia luz de las estrellas. Pasaron varios minutos en los que el elfo no hizo otra cosa que mirar al niño representar la épica contienda. Elladan se habría sorprendido de saberse sonriente mientras observaba la inocente representación. Y es que sin apenas tener consciencia de ello, había empezado a coger especial cariño al hijo de Arathorn, viéndose cumplido el deseo de su padre, no por la petición expresa, sino por el paso natural del tiempo y el carisma del niño.

Estel apartó la mirada de los muñecos, en cuyo interés acababa de perder y se dirigió al elfo.

- Eadan, ¿juamos a pilla-pilla? - Elladan aceptó y antes de que pudiera esperarlo el pequeño salió corriendo dejando tras de sí el eco de su infantil carcajada.

- ¡Ey! ¿Adónde vas pequeño granuja? - el elfo no se acostumbraba aún a la espontaneidad propia de la raza del crío. Salió detrás de él antes de perderlo de vista por completo y lo siguió por los corredores riendo ambos con jovialidad. La mirada del elfo se detuvo unos segundos cuando pasó junto a una estatua a la que Estel, sin embargo, no dedicó su atención. Sobre la fría piedra yacían inertes los restos quebrados de Narsil. Poco interés mostraba aún en esas reliquias, pensó el hijo de Elrond, que algún día un hombre aferrarían valerosamente entre sus manos. Antes de que se le escapara, devolvió sus ojos al niño llamado a ser ese hombre. De pronto, se detuvo.

- ¡Inetes! - gritó ilusionado al oír los cascos de una decena de caballos trotar en el patio. Niño y niñero se asomaron a una terraza para ver a los recién llegados invitados. Los montaraces desmontaban ante los curiosos ojos de Estel. Elrond, en deferencia con su pueblo, los habían invitado a Imladris para la celebración, pues en los años venideros ninguno de ellos habría de ver a su señora ni a su joven capitán.

- Vamos Estel, nos esperan.

Elladan se lo llevó de la mano hasta la Sala donde tenía lugar el festejo. Los montaraces estaban entrando por otro lugar. Todos los que pasaban abrazaban o saludaban con respeto a Gilraen. Estel no entendía aún quiénes eran esos hombres, pero su pulso se aceleró ligeramente al verlos. Uno de ellos se acercó a la dispar pareja.

- Mae g’ovannen Elladan. Hola pequeñajo.

- Gi nathlam hí, Halbarad - el joven extraño cogió en brazos al pequeño y lo achuchó contra sí cariñosamente -. Espero que tú y todos disfrutéis de la noche. Es una fiesta muy entretenida. A ver si te animas a contar algún cuento también - el invitado rió.

- No creo que me atreva con tantos elfos por aquí.

Estel, aún en brazos de Halbarad, observaba con ojos inquietos los fuegos, a los extraños, a los instrumentos que traían algunos elfos. Todo era nuevo para él. Elladan señaló con la cabeza cómo disfrutaba el niño, que expresaba su júbilo agitando los pequeños brazos en el aire. El montaraz y el elfo sonrieron al tiempo.

* * *

Algo interrumpió la visión de Elladan. Una pequeña mota blanca se posó sobre la bola que sostenía en su mano. Un frío copo de nieve. “Vaya” dijo levantando la cabeza solo para sorprenderse de que empezaban a caer muchos otros, por vez primera en muchos años, desde aquel primer invierno en que Gilraen y Aragorn se hospedaron en Rivendel. Precisamente era él, pero con la apariencia de un hombre ya maduro, quien se le acercaba en ese momento.

- Gwaem hanar (Vamos hermano). Ya están todos preparados para empezar.

- Oh, sí, ya estoy - colocó en el árbol la bola que aún sostenía - Espera, Aragorn - dijo cuando éste se daba la vuelta.

- ¿Sí, Elladan?

- No… no es nada. Ven - se acercó a él y lo abrazó emotivamente. Aragorn se sorprendió, pero le devolvió el abrazo con igual afecto.

- ¿Ocurre algo? - preguntó con preocupación cuando se separaron un poco.

- Oh, no, no. Es solo… - lo miró con un destello en los ojos - que a veces me es difícil percibirlo, pero el tiempo pasa.

Aragorn respondió únicamente con una inclinación de cabeza y juntos se dirigieron al Salón del Fuego, iluminado cálidamente por la luz de decenas de llamas ardiendo en sus pebeteros. Una suave melodía ya envolvía el lugar y las conversaciones empezaban a fraguarse entre los asistentes. Ambos ocuparon sus sitios en la mesa central. Elladan tomó su lugar al lado de su padre y su hermano Elrohir. Y Aragorn, al otro lado de Elrond, después de Arwen. La voz del Medio-Elfo se elevó sobre las arpas, laúdes y flautas. Su rostro reflejaba el calor de la gran hoguera central.

- Una año más celebramos Turuhalmë al calor de los fuegos y a la luz de las estrellas. Sintámonos dichosos, pues nos vemos rodeados de aquellos a quienes queremos. Las mesas repletas de viandas, las copas llenas de miruvor. Ya solo queda empezar a amenizar la noche con la narración de los antiguos cuentos. Dejadme desearos, para terminar, un feliz año nuevo. Esperemos que este año 3018 nos traiga la misma felicidad que el que se marcha. ¡Por Arda, por Eru!

Los asistentes levantaron sus copas y repitieron las palabras antes de brindar juntos y dar los primeros sorbos de una larga cena. Elladan percibió cómo Aragorn y Arwen se regalaban sonrisas. Él también sonreía. Sabía que eran felices, aunque temía perder a su hermana para siempre. Pero ambos eran sus hermanos. Todo el mundo cantó dichoso aquella noche, y Elladan repitió nuevamente su narración del descubrimiento de Oromë, sus versos preferidos. Vaciaron sus copas y llenaron sus estómagos sin turbarse por ninguna preocupación, ignorando la sombra que estaba a punto de desatarse.

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