Athos_TG

Athos · @Athos_TG

25th Dec 2013 from TwitLonger

[Concurso de Navidad, @Goblinoide]



El Príncipe bajo la Montaña nunca había sido un Enano de corazón alegre, y sus hijos lo sabían. Desde que había perdido a su mujer rara vez se le veía sonreír y, cuando lo hacía, era con una triste sonrisa que era mejor no ver. Salvo si Dís estaba a su lado; esa mocosa sabía siempre cómo sacarle una sonrisa a su padre.
Pero claro, era Dís. Era su niña. Thráin sacudió la cabeza, y pasó una de sus bastas manos por el sucio banco de trabajo sobre el que estaba inclinado. Frunció el ceño. La talla que estaba haciendo era bella, pero no lo suficiente; era la cuarta vez que la repetía desde el principio, que la tallaba desde cero. Con cuidado y con unos finos alicates, sacó las piedras preciosas que había incrustado en la plata de aquel pequeño tocador.
El Enano desmontó las piezas de plata de la base de ébano y las metió en un pequeño caldero. Tendría que fundir de nuevo esas tallas horribles y hacer otras mejores. Thráin se levantó, farfullando entre dientes, y fue a buscar un poco de cera para tratar la superficie de ébano. Después cogió una nueva placa de plata y, con infinito cuidado y mucha paciencia, la moldeó hasta que consiguió adaptarla a la forma de la madera; el príncipe escogió un finísimo cincel para ir grabando pequeñas muescas en el metal, y para marcar los lugares donde más tarde incrustaría las gemas.
Pasó horas inclinado sobre su banco, a la luz de una vela cada vez más pequeña, trabajando la plata con un cariño inmenso. Pronto estaría listo, pensó cuando finalmente, tras realizar las incrustaciones de piedras preciosas, pulió el pequeño tocador hasta darle el acabado que buscaba. Estaba seguro de que su pequeña Dís adoraría ese regalo.
Thráin sacó de un cajón bajo la mesa un pequeño peine y un cepillo de madera cuyos mangos de plata había labrado con los mismos motivos; ambos tenían un pequeño zafiro engarzado en el metal, que brillaban bajo la luz de la vela, haciendo que el delantal de cuero del príncipe reflejase unos pequeños resplandores azulados. Los colocó dentro, cuidando que estuviesen en la posición correcta y, tras apagar el candil, abandonó el taller.
El príncipe bajo la Montaña subió a sus habitaciones por los pasillos del servicio, evitando ser visto y, tras encerrarse en sus dependencias, dejó su preciado objeto sobre su escritorio. Sus rasgos por lo general duros se relajaron un tanto al ver la pintura de su esposa y sus tres retoños en un pequeño lienzo, junto al soporte de las plumas y el tintero, y una sonrisa triste cruzó su rostro. Sacudiendo la cabeza, el Enano sacó un pedazo de rico terciopelo azul oscuro de uno de los cajones y procedió a envolver cuidadosamente el presente. Remató el conjunto empleando una gruesa cinta de tejido dorado para asegurar el envoltorio, y lo dejó a un lado para que no le estorbase.
Thráin terminó por dejarlo sobre su silla, y extendió otro pedazo de terciopelo, todavía más grande que el anterior, sobre su abarrotado escritorio, cuidando de no volcar nada. El príncipe dudó un segundo. ¿Le gustaría a Thorin lo que había hecho para él?, se preguntó, mientras iba hacia uno de sus armarios. Envueltas en un grueso lienzo, había dos bellas hachas de guerra; Thráin había dedicado muchas horas a grabar delicadamente cada uno de los motivos que decoraban las afiladas hojas de acero. Incluso el mango, la parte más abandonada en aquel tipo de armas, había sido tratado especialmente: había tallado unas runas con el nombre de su primogénito en ellas, y la madera oscura se alzaba en unas delicadas volutas hasta fundirse con el metal; por su parte, en la empuñadura, el Enano se las había arreglado para ondular la madera de modo que encajase a la perfección en las jóvenes manos de Thorin.
Thorin… a veces era muy duro con él, lo sabía. Pero era necesario. Algún día ése joven sería el Rey bajo la Montaña, y tanto él como su padre, Thrór, debían asegurarse de que lo educaban bien en las funciones que conllevaba ser un Príncipe de los Enanos. Estaba orgulloso de él, mucho, aunque lo demostrase en muy contadas ocasiones. Thráin colocó un pedazo de lienzo sobre las hojas de las hachas, para evitar que rasgasen el envoltorio de terciopelo, y procedió a envolverlas con sumo cuidado. Utilizó un cordel para asegurar la tela, y las dejó a un lado.
Todavía quedaban cosas que envolver. El príncipe, por tercera vez, volvió a colocar un pedazo de terciopelo azul sobre su escritorio, y colocó sobre él el presente que iba a hacerle a Frerin, su segundo hijo varón. Todavía era muy pequeño como para poder alzar unas hachas de guerra como las que había diseñado para su hermano mayor, por lo que Thráin había hecho para él unos pequeños cuchillos de caza. Las empuñaduras de corte geométrico estaban bellamente labradas con el emblema de la Casa de Durin, y en el afilado acero, había un canal central donde podía leerse el nombre del infante escrito con runas.
Satisfecho, el príncipe Thráin cogió sus presentes, y se encaminó a las habitaciones de sus hijos. Era media tarde, por lo que seguramente seguirían en el salón jugando, aunque no tardarían mucho en subir a arreglarse para la cena. Dís y Frerin estarían volviendo loca al ama de cría, exigiéndole que les contase leyendas sobre el Solsticio de Invierno, y Thorin, seguramente, estaría con su abuelo. Abrió con cuidado la puerta de los aposentos de su niña, y dejó encima de la cama el voluminoso bulto de terciopelo. Después, se dirigió a los que compartían Thorin y Frerin y, tras dejar sus regalos sobre sus lechos y salir al pasillo, se dirigió con pasos ligeros al nivel inferior.
-¡Niños! –llamó, asomando la cabeza por la antecámara a la sala del trono-. ¡Thorin! ¡Frerin! ¡Dís!
Enseguida, el joven Thorin apareció ante él. A pesar de ser un Enano joven, su frente estaba surcada por arrugas, y sus largos cabellos negros hacían que pareciese mayor de lo que era.
-¿Ocurre algo, padre? –preguntó en voz baja.
-No, nada. ¿Y tus hermanos? –Thráin observó a Thorin; seguramente, el joven abría asistido a todas y cada una de las reuniones que Thrór había tenido a lo largo del día con su consejo, y vio cómo se encogía de hombros con gesto cansado-. Búscalos, e id a prepararos para la cena –le dijo el príncipe-. Yo y el abuelo os estaremos esperando en el salón.
Thorin asintió seriamente, dispuesto a cumplir con el sencillo cometido que le había mandado su padre.
-Y… ¿Thorin? –lo llamó cuando ya se iba. El joven se giró, con una mirada interrogante-. Descansa un poco, hijo. Hoy es fiesta.
Una pequeña sonrisa se extendió por los labios del infante; rara vez su padre le dedicaba palabras de ese tipo. Contento, corrió a buscar a Dís y a Frerin, para llevarlos a sus habitaciones a prepararse para la cena. Mientras tanto, Thráin accedió a la sala del trono, y Thrór le dirigió una mirada curiosa.
-Entonces… ¿lo has hecho? –preguntó el Rey bajo la Montaña.
-Sí. Gracias por tenerlos entretenidos estos días, padre –asintió, con una mirada cómplice, pero con la misma tristeza de siempre-. Creo que… después de todo, ya iban mereciéndose algo de atención por mi parte.
Thrór inclinó levemente la cabeza, de acuerdo con las palabras del príncipe, y se enderezó de golpe pocos segundos después, cuando se oyó el sonido de varias puertas golpear contra sus goznes, una marabunta de pasos llenó los pasillos y tres jóvenes voces comenzaron a chillar por los pisos superiores.
-Creo que ya lo han descubierto –se echó a reír el rey.
-¡Padre! ¡Padre! ¡Padre! –Thráin casi se tambalea cuando dos pequeños Enanos lo abrazaron con fuerza; la una, a la altura de las rodillas, y el otro por la barriga. Detrás de los dos efusivos jovencitos, venía Thorin, cargado con todos los paquetes, y con una sonrisa de ilusión pintada en su habitual rostro serio.
-Tranquilos, pequeños, tranquilos –exclamó, al ver que tanto Dís como Frerin saltaban y se empujaban el uno al otro para reclamar la atención del príncipe. Dís le quitó a Thorin de las manos su pequeño tocador y lo abrazó como si de un muñeco de trapo se tratase, mientras que Frerin comenzó a correr en círculos con sus dos cuchillos alzados.
Thrór volvió a reír al ver a los dos mocosos, y lanzó una mirada de curiosidad hacia las armas que sostenía su nieto mayor. Las hachas eran magníficas, de eso no había duda, y dirigió una mirada de soslayo a su hijo, quien en esos momentos se acercaba al joven Thorin.
-Pronto te haré estrenar a esas dos bellezas, jovencito –dijo el príncipe, colocando una de sus recias manos sobre el hombro de su primogénito.

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