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Relato de Navidad

[21 de Diciembre]

Aún era de noche. Siempre era así cuando despertaba. Siempre lo seguía siendo aún ya arropado entre sus vestiduras y con el pesado macuto sobre el hombro. Ponía el primer pie fuera y eran las estrellas quienes le recibían apremiantes. Pero lo prefería así, sin nadie que le viese marchar cada temprana madrugada para internarse en el lejano horizonte.

Se había convertido en rutina. Salía de su establecido hogar en un reino que yacía en calma, tranquilo en unos sueños ya cumplidos de paz y prosperidad. Cerraba tras de sí su humilde vivienda e iniciaba una marcha de descenso por altas pasarelas esculpidas en la piedra. Expuestas las puertas de los hogares por la ladera de las montañas, la brisa arreciaba con sus soplos gélidos y sus caricias frías al hijo de un linaje de reyes. Pero el enano continuaba con pasos firmes y postura gallarda, impasible a todo azote exterior. Ya había memorizado cada ruta, ya había comenzado a apreciar las vetas en la roca y las promesas que éstas le desvelaban. Promesas de futuro y promesas de vida.

Pero aquel día no estaba solo en un temprano amanecer. No cuando en el propio sendero de descenso una de las puertas entre gruesos dinteles de piedra estaba abierta. Y Thorin conocía aquella entrada incluso mejor que la suya propia.

-¿Qué hacéis aquí? -Su voz sonaba grave y su semblante adusto los contemplaba con seriedad.

No le vieron venir, ni siquiera prestaron atención más allá del paisaje de la explanada abierta frente a ellos. Sombríos y apagados eran sus gestos, los mismos que solían estar plenos siempre de júbilo. El más pequeño, Kíli, aferraba las mangas de su hermano y escondía parte de su rostro rosado por temor a la severidad de su tío. Fíli, el mayor, protegía a su hermanito de toda culpa y mostraba la barbilla alta sin miedo.

-Le estamos esperando, tito Thorin. Dijo que volvería. -Entonó con toda convicción y la esperanza aún viva.

-Vamos, adentro. -Sentenció tras un largo suspiro y animándolos a regresar al interior con las manos.- Regresad a vuestras camas si no queréis enfermar. Hacedlo ya.

Fíli asentía resignado mientras daba la vuelta y Kíli se mantenía agarrado de su brazo al tanto que chupeteaba el pulgar de su mano libre. Acataron la orden obedientes pero con los ánimos grises, una marca clavada en el corazón de un rey sin trono.

Thorin se aseguró que cumplían el mandato y en cuanto tuvo ocasión continuó con la marcha. Había dejado ya las montañas para adentrarse en un campo verde sembrado de altos árboles de hojas perennes. El viento danzaba ondulante entre silbidos para traer consigo los primeros copos de nieve que sembraban los páramos de Ered Luin. Y antes de proseguir quiso contemplar una vez más esa escena en el hogar que por fin habían conseguido. Casi podía disfrutar del hábito que cada día lo separaba de allí, despertar para trabajar en los pueblos de los hombres a golpe de martillo en las herrerías y forjas. Casi, si no fuera por esa sensación de vacío que se aferraba con tesón a su alma. Él también sentía lo que era perder a un padre y esperar su regreso.

Con un suspiro y la mirada baja, el enano continuaba su viaje con determinación. Pero no cesaba en sus pensamientos las preguntas que le acorralaban y de las que no conseguía respuesta alguna. Él ya era mayor, un varón cultivado desde la niñez para ser regente, sin inocencia ni permisos para juegos. Él ya había sentido el dolor de la sangre y el exilio cuando perdió a los suyos. Pudo aceptarlo, pudo enfrentarlo y continuar con una mera cicatriz. ¿Pero y sus pequeños sobrinos? Thorin se cuestionaba si debía ser con ellos tan duro como lo fue su abuelo Thrór con él. Prepararlos para la vida a la que deberían enfrentarse en el futuro.

Mientras se internaba en lo profundo de los caminos con el sol del amanecer brillando a su espalda, su fuero interno no dejaba de acosarle. Nunca sería realmente un padre. Ni siquiera, tras toda una vida de preparación, sabía qué era ser rey.

[22 de Diciembre]

Desde el exterior descendían ya los copos de nieve, podía verlo. Veía a las gentes pasear más que de costumbre, todos abrigados entre ropajes y piel. Estaban animados, hablaban, sonreían, pero no hacían nada especial. Sólo caminar por un pueblo repleto del manto blanco del invierno y que debían conocen hasta la saciedad. Pero las luces brillaban incluso de día y entre la niebla. Los candiles estaban encendidos y las llamas titilaban aprisionadas en vidrieras de colores carmesíes, verdes y doradas. Y en el centro, habían erigido un gran árbol con la forma de una pirámide que sustentaba toda clase de ornamentos delicados. Aquellas eran las fiestas del solsticio de invierno.

Thorin nunca solía prestar la menor atención a las concurridas calles que veía desde la forja. Su costumbre era llegar, tomar la herramienta y asestar embates sin cesar sobre el yunque dando la espalda a toda aquella población y a los humanos que en ella habitaban. Así no tenía que recordar constantemente el humilde paradero donde se hallaba el gran linaje de Durin, así las frustraciones acaecían sólo contra el acero que golpeaba con recia dureza.

Arremangado ante los altos fuegos, calentaba el acero y le daba forma con precisos golpes de martillo. Pero entre espera y espera, donde el metal debía ponerse al rojo o enfriarse en el hielo, los ojos celestes del enano se desviaban a las escenas que cruzaban por delante de la herrería. Él nunca había estado en aquellas fiestas, sólo las había visto desde lejos y nunca había tenido la ocasión de envidiarlas. Thrór, su abuelo, siempre las desprestigiaba desde las altas murallas de Erebor cuando se veían a los hombres y mujeres de Valle internados en las canciones y sus viejas costumbres. “Tiempo perdido, gastos inútiles” decía el Rey bajo la Montaña. Los enanos siempre trabajaban y los regalos se debían ganar con duro esfuerzo, no por un mero día marcado en el calendario. Pero allí estaban los niños del pueblo, gritando jubilosos e ilusionados. No era sólo por jugar con las nuevas nieves de final de año, era por toda aquella sensación que los rodeaba y les hacía brillar con la inocencia más pura. Eran felices.

-¿Se encuentra el encargado?

Thorin se había quedado obnubilado en sus pensamientos, sosteniendo la barra sumergida en el barril de hielo y con la vista al frente. Ni siquiera se percató de cómo un sujeto se aproximó al taller hasta que la voz del hombre le sacó de sus ensimismamientos.

-Aquí estoy, buen hombre. Él no es más que un trabajador. -Respondía el encargado que aparecía ya de la trastienda. Un varón ya entrado en carnes, más comerciante que un conocedor del verdadero oficio.- ¿En qué puedo ayudarle?

Los minutos siguientes fueron una discusión sobre qué quería el cliente, cuándo estaría listo el pedido y cuál sería el precio estimado. La tarde estuvo ya adentrada para cuando finalizaron toda conversación, sin tan siquiera tener en cuenta al enano que proseguía con su labor a sólo un par de metros de ellos.

-Bien, ya puedes irte por hoy. Pero mañana ven temprano, hay mucho trabajo que hacer. El cliente que se acaba de marchar es un gran cazador de la zona y necesita su pedido para dentro de menos de una semana. ¿Queda claro? -La orden venía conjunta a una ansiosa mirada y una ceja levantada.

-Sí.

La respuesta concisa y tenaz del herrero provocaba más nerviosismo en el encargado que seguridad. No obstante, incluso él notaba cuando no debía sobrepasarse debido a lo imponente de la mirada y el semblante del enano.

-Bien, bien... -Los dedos rechonchos y suaves jugaban entre sí, nerviosos.- ¿Has escuchado bien cuál es el pedido?

-Sí. -Volvía a repetir el enano mientras cargaba del fardo a su espalda, preparado ya para iniciar el regreso a casa. Su jefe terminaba por asentir ante semejante tenacidad, pero aún con la duda de si insistir más o no. Al final, sólo podía dejarle marchar.

Los pasos seguros y potentes de Thorin reanudaban el camino nuevamente. Tenía un largo trayecto por delante y un objetivo claro. Adentrado en lo profundo de los senderos, con la nieve floreciendo sobre el verde y las altas Montañas Azules en su horizonte, su mente recordaba las fragancias de los dulces, el brillo de los atractivos colores y, en especial, los ánimos que despertaban a toda una urbe de sus rutinas grises.

En soledad y rememorando los detalles contemplados, casi dejó pasar por alto unas figuras en la distancia, inmersas en el follaje más allá de la ruta marcada sobre la tierra.

-¡Thorin! -Exclamó un rudo enano al verle en la proximidad. Dwalin dejó caer el filo del hacha al suelo y alzó el brazo para saludar a su viejo amigo. Y junto a él, más bajo pero igual de relevante, Balin posó los brazos en jarra y permitió que la comisura de sus labios formaran una sonrisa por encima de su larga y cuidada barba blanca.

-Shamukh, hijos de Fundin, mis camaradas. -Replicó entonces el conocido Escudo de Roble al llegar hasta ellos. Su tono perseveraba con su habitual seria gravedad, pero su faz revelaba la dicha que sus palabras no solían dejar escapar.

-Bueno es verte, chico. -El cariño que desprendía el mayor de los hermanos era palpable, siempre lo era.- ¿Cómo ha ido todo por las tierras de los hombres? ¿Demasiado trabajo?

-Lo corriente. -Respondía mientras dejaba caer el fardo en el suelo, para así descansar el hombro de la carga.- Las festividades de la época, ya los conoces. Y nuevos pedidos apremiantes, como es costumbre en ellos.

Los humanos lo querían siempre todo rápido y ya hecho. No se paraban a pensar en el esfuerzo del trabajo ajeno ni en la valía de dedicar el tiempo necesario a aquello que se estaba creando. Todo eran siempre exigencias, sin alicientes, sin gratitudes. Thorin estaba cansado de dedicar sus esfuerzos en labrar obras maestras inapreciables por los ojos de una raza que se creía superior sólo por mirar desde una altura mayor. Y los hijos de Fundin comprendían bien la variedad de cargas posadas en el último heredero de la corona de cuervos. Hacía ya tiempo que perdieron a Thráin, no sin antes verle caer en la demencia. Y hacía también tiempo que las preguntas de un legado comenzaron a acosar al último príncipe de un reino perdido. Balin bufó, cabizbajo, mientras Dwalin refunfuñó apretando el mango del hacha. Poco podían hacer y lo sabían.

-¿Y vosotros? -El cambio de tema le servía para distraerse de pensamientos menos agradables.- Estáis cortando y cargando leña, eso lo veo, pero... ¿No iban a acompañaros mis sobrinos como hacen siempre?

Balin volvió a suspirar al tiempo que su hermano le dejó caer una mirada de comprensión. Fíli y Kíli nunca se perdían la oportunidad de acompañarlos a las afueras, donde podían jugar a sus aventuras imaginarias y ayudar a quienes idolatraban como dignos ejemplos a seguir. Que no estuvieran presentes ya era en sí un cambio brusco del comportamiento habitual de los jóvenes príncipes.

-Thorin... Hace un año ya. Esta semana no tienen ánimos. -Balin posó entonces la mano sobre el brazo de su amigo tras un par de palmadas.- Se les pasará.

-Entiendo... -Nada, casi un murmullo apagado como respuesta. No había dejado de sentir esa marca de la que se hacía presa su corazón al recordarlos la madrugada antes de partir. Tampoco había dejado de juzgar cuál era la medida correcta, qué acción por su parte los beneficiaría mejor. Decantado ya por seguir los pasos de su padre y abuelo para endurecerlos, algo le hizo variar el rumbo. No se había fijado en el árbol que estaban cortando antes de su llegada hasta ese preciso instante. Se trataba de un gran abeto verde.- Dwalin, ¿crees que podrías talar uno mayor y cargarlo sin que se partan las ramas?

-Sí, claro que podría. ¿Por? -Preguntó con el ceño fruncido, confuso ante tales cuestiones.

-Bien, hazlo. -Ordenó Thorin con firme resolución. Acto seguido, se encaró entonces al otro hermano.- Balin, ¿puedes decirme quienes serían los mejores para preparar dulces, turrones, caramelos y varios pasteles? También requeriré de buenos orfebres, hojalateros, costureros y jugueteros.

El enano de barba blanca pensaba detenidamente mientras se frotaba la frente. No había perdido detalle de cada petición, no obstante, debía dejar un espacio para que su mente trabajase y sacara los nombres adecuados.

-Bombur y Bofur saben cocinar y Jerda puede supervisarlos, especialmente para evitar que coman antes de lo debido. Luego... Los Mi y en especial, Brimi, puede ser tu orfebre. Bifur, Nori y Dori pueden ser tus hojalateros, jugueteros y costureros.

-De acuerdo, convoca una reunión pues. Hay mucho trabajo por delante. -Se reafirmó el hijo de Thráin, ya convencido de todo lo que debían hacer. Y como siempre, su determinación era puro acero.

-¿Mucho trabajo para qué? ¡Thorin! ¿Qué te propones? -Masculló Dwalin con su fiereza habitual, aún sin comprender nada.

-Yo sí lo comprendo. -Intervino Balin con las mejillas alzadas por una sonrisa y los ojos brillantes por una mirada repleta de orgullo.- Chico, estamos contigo.

[25 de Diciembre]

Aún era de noche. Otra noche estrellada como todas las anteriores para cuando Thorin Escudo de Roble dejaba atrás su hogar y descendía un día más por las pasarelas de piedra en la ladera de la montaña. Portaba su pesado fardo sobre el hombro y caminaba con los mismos pasos seguros y apremiantes. Recorriendo casi todo el sendero bajo la lluvia parsimoniosa de los copos de nieve, se detuvo en el portal de una casa que conocía mejor que cualquier otra. Dos leves toques de nudillo sobre la maciza puerta, unos segundos de espera y nada más.

-Buenos días, hermano. -Saludó Dís, con el sueño aún escrito en sus ojos al deslizar la puerta hacía adentro.- ¿Ya es la hora?

-Sí, ya mismo aparecerá junto a la primera luz del alba. ¿Les contaste la historia anoche para que se hicieran ilusiones?

-Sí, lo hice. Durante estos últimos días desde que se los dejaste caer, además. Estaban tan ansiosos por ver a ese ser fantástico que querían quedarse despiertos toda la noche, pero... -Dís se apartó un poco para dejar ver a su hermano a los dos jóvenes enanos acurrucados en el suelo del salón. Fíli dormía estirado y su hermanito, Kíli, estaba abrazado a él con la cabeza apoyada en su pecho. Tanto la madre como el tío de ambos infantes no pudieron evitar una sonrisa ante semejante imagen.- Yo... quería darte las gracias.

-Hermanita. -Thorin deslizó su pulgar con ternura sobre la mejilla de la enana.- No las des. Lo hemos hecho entre todos.

Dís quiso responder al gesto de su hermano, pero algo los interrumpió. Una primera luz, naranja, viva y brillante quebró la oscuridad. Y con ella una risa característica y el sonido de decenas de cascabeles. Uno a uno, todos los niños y niñas despertaron eufóricos de sus camas para salir de sus hogares. Y Fíli y Kíli no fueron ninguna excepción.

-¡Es él, es él! -Gritaban los dos a la vez, ilusionados con grandes sonrisas.- ¿Es él, verdad, tito Thorin? ¿Verdad, mamá?

Al mirar a la explanada en las faldas de la montaña, un Balin disfrazado de rojo y blanco con su gorro a juego colocaba los regalos que iba sacando de un trineo tirado de enormes jabalíes. Los depositaba bajo un enorme abeto verde cubierto de nieve y adornos brillantes increíbles. Y enfrente, mesas repartidas se cubrían de gran variedad de dulces con enanos y enanas ya sirviendo platos y organizando el lugar antes de recibir el caos que los pequeños pudieran crear. Estaban todos, cada uno con sus tareas correspondientes y deseando disfrutar del ambiente. Bofur, Bifur, Bombur, Jerda, Myrld, Hornbori, Brimi, Yrmi, Vorki, Ori, Dori, Nori... Todos disfrutando ya de lo que habían creado ellos mismos, invitando a todos a participar.

-¿Podemos ir, tito Thorin? -Le preguntó Fíli con aparente serenidad, ocultando sus ansías mientras Kíli se mantuvo aferrado a su brazo protector, esperanzado también y con ojitos de cachorrito.

-Sí, podéis ir. -Respondió con un asentimiento y se puso de cuclillas para mirarlos a ambos a los ojos.- Mis regalos son los envueltos en azul marino. -Añadió con una media sonrisa clara y sencilla.

La sorpresa en sus inocentes rostros llenos de ilusión valió todo el esfuerzo realizado para Thorin. Los dejó marchar a disfrutar con los demás, a abrir los regalos, a comer sabrosos dulces, a animar los espíritus y a sentirse felices mientras él seguía su larga marcha, como hacía cada mañana. Sólo que esta vez no estaba solo. Estaba vez le acompañaban las risas y canciones de todo un reino que por fin apreciaba de nuevo lo que era el jolgorio y la alegría. Y él, alejándose en el horizonte y tras toda una vida de preparación, supo al fin cómo se sentía ser un verdadero rey.

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