Este es el texto que escribí sobre Sancho.
RIENDOSE DE LA MUERTE

Ha fallecido uno de mis mejores amigos, y eso hace difícil escribir sobre el actor genial, el productor y el hombre de cine que fue Sancho Gracia. Francamente, lo hace difícil todo, porque se muere la gente que he admirado y querido con todo mi corazón, los que hicieron que respetase esta profesión, el maravilloso cine que se ha hecho en este país. Se murió Fernando Fernán Gómez, el maestro, al que conocí gracias a Sancho, se murió López Vázquez, Manuel Alexandre y Juan Luis Galiardo, y ahora se muere mi gran amigo, que me cambió la vida con su humor, sus risas, su valentía y su fuerza inquebrantable. Conocí a Sancho una tarde, y a los cinco minutos éramos íntimos. No había posibilidad de escapar, unidos para siempre. Rodamos películas, y creo que, sinceramente, hay pocos actores que tengan su fuerza en la mirada. “No ser feliz cuando se puede es el mayor pecado del mundo”, decía en 800 Balas, y sabía de qué estaba hablando, porque mientras rodábamos luchaba en su habitación de hotel contra un cáncer mortal. Una enfermedad a la que venció una y otra vez, en una batalla que duró el resto de su vida. No he visto a nadie como a él reponerse y sonreír, y regalar carcajadas a sus amigos en las situaciones más dolorosas e insoportables. Sancho era un actor extraordinario porque sabía más de la vida que nadie. Sancho era un hombre extraordinario porque sólo te dejaba ver el lado bueno de las cosas. Todavía le veo saltando por los tejados de Madrid. Carmen asustada, gritándome “Díle algo, se ha subido a la barandilla” y descubrirle, a través del objetivo, corriendo sobre el vacío sin seguridad, a pelo, a más de cincuenta metros de altura. ¨Rueda Alex, rueda, ¿a qué esperas?” gritaba, mientras reía a carcajadas. “Yo me subo al caballo, lo digas tú o no” sonaba su voz fuerte, como un león, en el desierto de Almería. Y yo le decía: “Sancho, por favor, que te acaban de quitar un pulmón”... Y era girarme para coger la cámara y ya estaba cabalgando entre peñascos, como si el caballo fuesen sus propias piernas. Cuando veo “Centauros del desierto” pienso en él, nuestro centauro español, inolvidable Curro Jimenez. Nunca le molestó que le recordáramos sólo por eso, siendo él mucho más. Yo le quería, como actor, por “doce hombres sin piedad”, junto al enorme José Bódalo, y tantos otros centauros míticos de nuestro cine. Pero ahora lloro por el hombre que me hizo amar el cine y la vida, estando siempre por encima, saltando sobre la barandilla, riéndose de la muerte.

Alex de la Iglesia

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