José María Rodríguez González
Carta abierta a organizadores de la marcha 6D
y al pueblo colombiano
2 de diciembre, 2011



EJÉRCITO DE COLOMBIA Y LAS FARC EN MARCHA 6D

Reflexiones sobre la marcha del 6 de diciembre



Estimados amigos,

Los acontecimientos de la mañana del sábado 26 de noviembre volvieron nuevamente los ojos de Colombia hacia las FARC. Sería inexacto decir que el crimen de guerra cometido por las FARC en ese día fue para lograr protagonismo y la máxima atención de toda la nación y hasta del mundo.

El impacto mediático de las FARC es prácticamente inevitable. Aunque el gobierno hubiera querido mantener silencio sobre una operación militar que estuvo cerca del escenario de los acontecimientos, el magnetismo de las FARC lo hubiera impedido como efectivamente lo hizo otra vez. ¿Por qué cualquier delito que cometan las FARC roba la atención de Colombia?

¿Le daríamos la primera plana de los periódicos a todos los crímenes que abruman a los colombianos hasta en ciudades como Medellín, Bogotá y Cali? No. Eso está reservado solamente para los asesinatos más originales, sensacionales o relacionados con personalidades que se hayan destacado en cualquier campo. El anuncio de la criminalidad ordinaria es selectivo. El anuncio de los crímenes de las FARC por pequeños que sean nunca es selectivo, todos cuentan.

A diario hay secuestros que quedan por fuera de las estadísticas y del conocimiento público. Sin contar que no existe la primera banda criminal que guarde a un secuestrado por más de unas pocas semanas, como máximo. La idea de la delincuencia común es conseguir una ganancia rápida por su presa; en eso consiste su carrera criminal.

En Colombia es mucho mayor la cantidad de asesinatos diarios que la de secuestros. Más de cuatro personas por día son asesinadas a quemarropa por atracadores. Sin embargo estamos acostumbrados a que cualquier muerto por la delincuencia común, que llega a altos porcentajes diarios en todo el país, no tenga la prensa que la gente supone y la mayoría de los asesinados, heridos, secuestrados y demás víctimas del crimen ordinario quedan ignorados. Si contáramos los crímenes que diariamente anuncian la radio, la televisión y la prensa llegaríamos a la conclusión de que el crimen es un problema insignificante en Colombia.

La violencia mayor que vive Colombia es la de la delincuencia común, pero la delincuencia común no mueve a nadie porque nos hemos malacostumbrado a convivir diariamente con ella.

¿Cuánta gente se atrevería a organizar una marcha contra los criminales que todos los días asesinan, roban, atracan, violan y cometen la variedad más increíble de crímenes contra la ciudadanía? Ni una sola persona. ¿Por qué? Porque estamos acostumbrados a que es normal que el crimen exista y opere diariamente, el crimen se ha vuelto parte de lo que tenemos que afrontar cada día de nuestras vidas. El crimen es parte de la vida colombiana como el pan diario. La delincuencia es tan común en nuestras vidas que por eso debe ser que la llamamos delincuencia común.

Pero cualquier delito que cometan las FARC acapara la atención nacional por una única y sencilla razón: Las acciones de las FARC son ciento por ciento políticas y ese impacto político es imposible de eludir.

El solo hecho de nombrar a las FARC significa nombrar la amenaza de un sistema de poder. Y eso es político. Significa nombrar un enemigo radical del Estado, eso es político. Significa un poder que amenaza cambiar todo lo que conocemos de la economía y la política de Colombia. Todo esto es político.

Las FARC no son temidas porque maten cuatro u once secuestrados, cuatro o veinticinco uniformados, sino porque cada una de esas muertes impactan (aunque sean tan pocas si se comparan con los altos índices de asesinatos diarios en Colombia) porque significan ataques a Colombia. Esto, atacar a Colombia –una acción política-, es lo que diferencia a las FARC de la delincuencia común y de los abrumadores crímenes que reinan en las estadísticas del crimen colombiano.

El crimen ordinario es inofensivo políticamente, no es político, no atenta contra el Estado, no intenta tomar el poder ni quiere dirigir nuestros destinos. Nos roban pero nos dejan nuestra religión y nuestras preferencias políticas. Se llevan nuestras propiedades y se van. Aunque dejen detrás un muerto o más, ninguno de esos crímenes va a afectar el status quo de los colombianos, el del estado ni el del gobierno.

El poder mediático de las FARC es el resultado única y exclusivamente de su carácter político. Su magnetismo nacional no es nada más ni nada menos que la comprobación de su poder político. Cualquier operación y avance de las FARC es interpretado y temido como un avance político contra el Estado y el gobierno colombiano.

Las FARC saben de memoria que sus crímenes no pueden quedar ignorados como quedan los de la delincuencia común. Las FARC no necesitan cometer muchos crímenes, uno solo de cualquier magnitud es suficiente para mantener una presencia pública segura y amplia, y una inevitable conmoción política nacional. Las FARC disfrutan de la primera plana de la prensa, las primicias de la radio y los especiales de la televisión. Y hasta las calles de las capitales de Colombia también son escenarios para la popularidad de las FARC. En política mala propaganda es buena publicidad.

Al parecer el gobierno, y esa parte de la ciudadanía que vive alerta día y noche a todas las noticias sobre las FARC, pensó ingenuamente que el nuevo crimen cometido hace unos días por las FARC les daría otra oportunidad para aumentar el desprecio y el rechazo hacia ellas.

Sin percatarse de que los crímenes de las FARC son políticos, el tratamiento de héroes que dieron a los cuatro uniformados asesinados prueba ante Colombia y el mundo que el país quedó herido políticamente. Porque si se tratara de honrar a soldados muertos se estaría cometiendo una injusticia que por años afectó a los más de cuatro mil uniformados muertos durante el doble gobierno anterior de acuerdo a estadísticas militares. Y ninguno de esos miles de uniformados muertos recibió homenaje nacional en la Catedral Primada de Colombia con asistencia del presidente, altos dignatarios de su gobierno y la primera plana de la jerarquía militar y policial de la nación. Y tampoco ninguno recibió la publicidad mediática ni inspiró ninguna marcha. A pesar de que la inmensa mayoría de esos miles de uniformados murieron como verdaderos héroes combatiendo y dejando sus vidas en el campo de batalla.

Es indudable que el gobierno y los medios volvieron a caer en la trampa que le tendió a Colombia el pasado gobierno alegando que las FARC son únicamente criminales y no tienen una pizca de política. Colombia trató estos cuatro asesinatos de las FARC como crímenes ordinarios que no deberían quedar en el olvido,-- como todos estamos acostumbrados a los crímenes ordinarios--, y paradójicamente los elevó al mayor rango político posible. Colombia mostró el dolor político de cuatro muertes de uniformados contratados para morir por Colombia y no como los millares de ciudadanos civiles que nadie ha contratado para morir y son asesinados salvaje e impunemente todos los días por la delincuencia común a lo largo y ancho de Colombia.

En realidad no hubo ninguna verdadera honra a los cuatro uniformados asesinados, lo que hubo fue una despliegue político en respuesta al alto contenido político del crimen de las FARC. En su afán de magnificar la respuesta política contra las FARC, el gobierno como es su costumbre, y sin medir las consecuencias para la moral de los uniformados, se inventó que los asesinados eran héroes de la patria. Todo prisionero de guerra queda automática y prácticamente obligado a dar su vida, primero porque es su deber por la patria y para eso le pagan y segundo porque ser prisionero es una suerte que puede cambiar si deciden ejecutarlo para humillar al enemigo.

La verdad es que los cuatro asesinados no hicieron nada heroico. Ellos simplemente obedecieron al voltearse y recibir sus tiros de gracia. Eso no es heroísmo. Y un quinto secuestrado se equivocó y en vez de correr en la dirección que creía correcta corrió en dirección contraria, y al ver que por su error lo perseguían corrió como un diablo para esconderse y luego verificar si eran amigos y pedir auxilio a unos soldados. Eso sí que no tiene nada de heroico.

Actos heroicos son aquellos actos de un valor supremo y son ejemplo para cada miembro del ejército y la policía. El último ejemplo muestra que para el gobierno, si un soldado se ve perseguido por un militante de las FARC lo heroico es correr como un diablo para esconderse y pedir auxilio. El sentido común nos enseña que ese falso héroe, invento forzado para responder al brutal golpe político de las FARC, daña la moral y el sentido del valor de los miembros del ejército y la policía. Nadie en Colombia parece darse cuenta que lo único heroico posible en el último caso era haber desarmado al militante de las FARC, haberlo apresado y llevado para entregarlo a la justicia y mostrarlo vivo, como victoria del ejército.

El hecho de haber inventado cinco héroes a último momento, demuestra el desequilibrio y la precipitación con que el gobierno tuvo que actuar para tapar la vergüenza de que nunca fué capaz, ni en catorce años, de hacer algo por la liberación inmediata de cada miembro de sus fuerzas armadas. Cuando cae prisionero un militar o un policía la obligación inmediata y la urgencia de sus instituciones es lograr su liberación por cualquier medio que le garantice la vida porque ese prisionero es una doble humillación para la moral de los soldados y para la institución armada.

En primer lugar, porque se dejó coger estando armado, y dejarse coger es ya humillante y una derrota de por sí, y mucho peor si se pertenece a una entidad que ha gastado billones de dólares en entrenamiento y equipo para triunfar y no para caer en manos del enemigo.

Y en segundo lugar, porque es la destrucción de la moral de los combatientes de estas instituciones que saben que si las guerrillas los cogen su liberación nunca será la prioridad de sus compañeros, ni de la institución para la que trabajan ni del gobierno que defienden. Eso le mata el valor a cualquier combatiente. Si los uniformados en combate supieran que si caen en manos del enemigo su liberación se convierte en la tarea principal del ejército y la policía, y que desde ese momento no descansarán hasta que los liberen de cualquier manera, con vida por supuesto, entonces, el valor de los combatientes se multiplica porque sienten el apoyo real de sus compañeros, del arma a la que pertenecen y del gobierno al que defienden.

Que con toda su cháchara, el doble gobierno anterior jamás se haya interesado siquiera por saber dónde tenían las FARC a estos uniformados, hoy asesinados, y que jamás haya hecho el mínimo esfuerzo por rescatar o negociar la inmediata liberación de esos uniformados, no solo es una vergüenza para esos dos gobiernos sino una vergüenza que dejó como herencia al actual gobierno.

No se debe hacer eco al gran error político del gobierno que es inventarse héroes para tapar catorce años de incapacidad y humillación para lograr la inmediata y obligatoria liberación de sus soldados caídos en manos del enemigo que hubiera evitado que las FARC dejaran al descubierto la crónica falla militar de no poder rescatar vivos a los suyos.

Todo, los pomposos funerales y las fiestas mediáticas por estos cuatro inventados héroes, que en realidad son cuatro grandes víctimas de catorce años de indolencia, inercia y abandono negligente que impunemente el mismo gobierno los condenó a su suerte y a que sufrieran todos los riesgos posibles, incluida su muerte, solo le da una victoria a las FARC.

En estas circunstancias, que el gobierno pretenda liderar la marcha del 6 de diciembre con su apoyo es de un cinismo que corrompe. El invento de cinco héroes para enmascarar la incapacidad del gobierno durante catorce años para liberar cinco personas que cayeron en manos del enemigo es suficiente. Enmascararse además con la marcha es el colmo del cinismo.

El oculto chichón de la marcha del 4 de febrero 2008 fue el apoyo efectivo desde el gobierno nacional y todas sus representaciones diplomáticas en el mundo. No fue una marcha organizada única y exclusivamente por el pueblo colombiano como la de MANE que tumbó la Ley 30.

Hay que aprender de la experiencia y de los resultados.

Pero si el apoyo del gobierno ilegitima la marcha, también la ilegitima una marcha contra las FARC porque es un reconocimiento más del poder político de las FARC y de cómo ese poder hirió a Colombia para terminar mostrándole la herida, cuando lo que hay que hacer es curarla.

Una marcha de esa clase solo podría hacerse para mostrar cuánto se odia a una organización beligerante subversiva y guerrillera, que aunque la llamen “terrorista narcotraficante’ eso no le quita un pelo a su amenaza ni al poder político efectivo que esa misma marcha corroboraría. El único beneficio de ese tipo de marcha sería la superficial catarsis de los fanáticos que la apoyan, pero no produciría absolutamente ningún resultado con respecto a las FARC, porque las FARC no poseen ningún poder sobre los colombianos como si lo tiene el gobierno, por lo que si los marchantes duraran meses y años expresando su odio, las FARC continuarán igual puesto que sus operaciones y función no están basadas en la opinión pública, sino en el real ataque y debilitamiento político y militar de las estructuras del estado.

Una marcha para echar a un dictador como Hosni Mubarak tiene sentido porque muestra la erosión de su poder y que su propia gente no lo apoya. Ante esa situación no hay otra salida honrosa que renunciar. Las FARC no tienen poder en el Estado. Están fuera del Estado. Una marcha no está erosionando ningún poder de las FARC.

Una marcha contra la Ley 30 tiene sentido porque quienes participan en ella saben que mientras estén marchando están creando una presión que demuestra lo impopular de una política y, en consecuencia, una amenaza a la popularidad misma del gobierno.

En la guerrilla, las deserciones se producen por diferentes motivos, una marcha es algo mínimo para eso. Pero una cosa es segura: que los desertores no son los militantes más leales ni en los que una organización debiera confiar. Por eso, que las FARC se libren de militantes que pueden fácilmente ser sus traidores no es una pérdida que van a lamentar.

Con la marcha, las FARC no recibirían ninguna presión. Tomar el poder por la vía armada no requiere de popularidad. El interés de las FARC es la desestabilización y el colapso del estado y no realmente ganar el reinado de la simpatía.

Más incauto, todavía, es creer que hacer propaganda de que las FARC son una banda de criminales que explota al pueblo va a parar las donaciones y el apoyo internacional. Lo máximo que podría pasar sería que esas donaciones y ese apoyo se vuelvan clandestinos y por lo tanto, de ahora en adelante, casi imposible de detectar y dejando la falsa ilusión de que ya no existe.

Esa marcha sería una marcha descalabrada, como un grito en el vacío de ingenuos que gritando solos creen que están diciéndole algo a una pared. Es la humillación de hablar sin que las FARC tengan el mínimo interés de oír su odio.

Una marcha de esas características justifica la lucha de las FARC, les confirma que lo que están haciendo, sea lo que sea, tiene un indiscutible y profundo impacto que pueden explotar si hay gente que las haga presentes con sus gritos, aunque estos gritos sean en contra de ellas. Las FARC quedan definitivamente seguras de que no son ignoradas y que con una acertada política pueden voltear esa popularidad a su favor.

Cuando una marcha pretende enfrentarse a las FARC amplia la influencia política de éstas. Si las FARC solo influenciaran a 20 personas ¿valdría la pena hacer una demostración de miles por esa pequeña influencia de las FARC? Sería contraproducente.

Una marcha solo contra las FARC reafirmaría y garantizaría la presencia de las FARC en la actual historia de Colombia, y aunque eso sea cierto ¿hay necesidad de gritarlo? Una marcha de esas características nos pone en una situación semejante a la de la ex novia que no pierde ninguna oportunidad y hasta busca al ex novio para gritarle “te odio”. Si de verdad alguien nos enerva lo normal es no querer ver esa persona ni que nos la nombren. Pero el fanatismo de muchos colombianos los lleva a ridiculeces y cosas tan absurdas como odiar a las FARC y pedir que el nombre de las FARC aparezca en toda su propaganda hasta el extremo de llevar la palabra FARC en sus pechos para que todo el mundo la vea, haciéndola memorable.

Este tipo de sinsentido no debe permitirse en la marcha.

El expresidente Uribe y las FARC se pelean constantemente por el protagonismo nacional ¿De qué le sirve a la Nación caer en ese juego? ¿Por qué no aislar esas ambiciones políticas y mejor enfrentar la violencia en Colombia, que venga de donde venga el resultado es el mismo: colombianos muertos?

Las marchas son manifestaciones políticas porque son el poder de las masas que se enfrentan a algo o por algo.

La marcha fue creada y originada en la lucha contra la violencia en Colombia, inspirada en el asesinato de los cuatro uniformados, pero no se queda en eso, que solo es uno de los innumerables y diferentes actos de violencia que a diario suceden en Colombia. Si la marcha logra que Colombia tenga conciencia de lo negativo y contraproducente que es el odio, causa de la violencia, el resultado será un paso histórico hacia la civilidad y el avance de los colombianos hacia la convivencia en una sociedad en paz.

Para que tenga verdadero éxito, la marcha del 6 de diciembre próximo debe mostrar el deseo genuino del pueblo colombiano de luchar contra toda forma de violencia criminal y armada en Colombia. Debe tener el propósito de erradicar el odio y de cambiar la historia de Colombia con una paz sólida que ojalá comenzara con la libertad de prisioneros envueltos en el conflicto armado.

El odio es un aliciente de la guerra no una manera de terminarla.


Cordialmente,

José María Rodríguez González
Especialista en conflictos armados
y política exterior




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